La sencillez y amabilidad de un auténtico sacerdote que, sin renunciar a la verdad, la oferta sin herir a nadie
Las Provincias
La cercana visita de Benedicto XVI a España, ha llevado mi memoria a finales del año 2002 —si la retentiva no me falla— para recordar una conferencia y un almuerzo en los que conocí al entonces cardenal Ratzinger. Pido disculpas por emplear un asunto personal, pero me resulta ilustrativo para lo que deseo tratar.
Porque no quiero ahora hablar del gran teólogo —una de las mentes contemporáneas más lúcidas— ni de los detalles de su pontificado, que son muchos e interesantísimos. Con mis recuerdos, trato de ir a algún pequeño detalle de la humanidad del Papa.
Invitado por la Universidad Católica de Murcia, acudí a un congreso en el que participaba el Cardenal Ratzinger, tratando un tema que había sido objeto de un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe. El documento es la declaración "Dominus Iesus", y de Cristo como único mediador versó su conferencia. Era la primera vez que lo escuchaba en directo.
Mi impresión —que comenté con entusiasmo a mi vuelta a Valencia— fue la de estar oyendo a un sacerdote, a alguien que vibra hablando de Dios, tanto por el tema, como por el clima de fe y por el modo de tratarlo. Pero no estaba fuera de sitio: consiguió todo eso que he escrito muy sucintamente sin perder el estilo y nivel académicos que conoce sobradamente por sus años de profesor y por las muchísimas conferencias pronunciadas por todo el mundo. Y ahora que es el Papa, se sigue viendo en él al sacerdote que todos quisiéramos ser o tener a nuestro lado.
Llegó la hora del almuerzo. Seríamos veinte o veinticinco personas en una sola mesa. Antes de comenzar, el Presidente de la Universidad me presentó al cardenal. Fue tan natural en su intercambio de palabras, que nunca supe si me dirigí a él en castellano (lo entendía muy bien, aunque entonces no lo hablaba) o en italiano.
Al serle presentado como Vicario del Opus Dei —lo era entonces— se refirió con gran cariño a la canonización de san Josemaría y a un artículo que él mismo había escrito para L`Oservatore Romano titulado Dejar obrar a Dios, extendiéndose un poquito en las ideas de ese artículo. Pero ahora mismo lo de menos es el tema de conversación, sino que a mi anterior perspectiva de haber escuchado a un sacerdote cien por cien, uní la de que había charlado con un alemán tierno.
Seguro que hay muchísimos compatriotas del Papa con esta cualidad, pero no responde al habitual estereotipo que suele haber entre nosotros sobre los germanos. Tal vez me llamó la atención por eso, pero creo que también porque Benedicto XVI derrocha ternura y cariño a raudales.
No conocíamos al cardenal Ratzinger sino por sus actividades intelectuales, académicas, por sus libros, por su trabajo en la Congregación de la que fue Prefecto tantos años. Pero no se prodigó en apariciones sociales, salvo en las liturgias que le correspondieron por su cargo durante el periodo de sede vacante. Por eso, su primera salida como Papa al balcón de la Basílica de San Pedro, asombró al mundo, quizá con una experiencia semejante a la que tuve la fortuna de vivir en Murcia.
Allí, dispuesto a impartir su primera bendición papal, estaba un gran sacerdote, un hombre tierno y sencillo, que proclamó su deseo de servir a todos, deseo que viene cumpliendo de un modo admirable. Por ejemplo, se nota que le duele la Iglesia, las cosas que no van como deberían de ir, pero jamás se ha defendido a sí mismo de las críticas aceradas que ha recibido. Dicho sea entre paréntesis, ha sido admirable la rectificación de muchos medios de comunicación británicos, previamente hostiles a su visita, que no han tenido inconveniente en confesarse ganados por Benedicto XVI.
Este Papa es capaz de decir verdades como puños, pero sin herir a nadie. Eso lo supieron captar muy bien en un país, como Gran Bretaña, con una proporción de católicos muy pequeña y con un prejuicio antiromano muy fuerte. Baste recordar que le escucharon las dos cámaras, gobierno y cuerpo diplomático, en el mismo lugar en que se condenó a muerte a Tomás Moro, de quien partió para hablar del papel corrector que puede ofrecer la religión a la vida pública cuando se pierden referencias capitales.
Allí, y en todas partes, se expresa con amabilidad y sencillez. Con la sencillez y amabilidad de un auténtico sacerdote que, sin renunciar a la verdad, la oferta sin herir a nadie.