ABC
Slawomir Oder, postulador de la canonización de Juan Pablo II, relata aspectos inéditos de la vida de Karol Wojtyla en el libro "Por qué es santo" (Ediciones B), del que ofrecemos un adelanto
Los años en el instituto fueron los del descubrimiento del teatro, que para Wojtyla representó la primera pasión auténtica. Ya en tiempos de Wadowice había demostrado su capacidad interpretativa recitando el Prometidion de Cyprian Kamil Norwid con ocasión de un concurso en el que, al final, obtuvo el segundo premio.
El 15 de octubre de 1938, cuando tenía dieciocho años, organizó una velada de poesía con unos amigos con los que estudiaba Filología polaca en la Universidad Jagellonica. Tras declamar unos versos de su autoría, declaró que deseaba ser actor.
Varios meses más tarde empezó a frecuentar el Teatro de la Palabra Viva. Allí tuvo como maestro a Mieczysław Kotlarczyk, quien mejoró su dicción, precisó el ritmo de sus tiempos y mejoró su sentido de la relación con el público.
En junio de 1939 representó el papel del toro, uno de los signos del zodiaco, en el espectáculo El caballero de la luna, que se había montado en el patio del colegio Nowodworski. A éste siguió el papel de Gucio en Votos de las muchachas.
Su memoria excepcional y su talento natural le permitieron representar, además de su propio papel, el de un compañero que había enfermado durante la puesta en escena de Balladyna.
Las representaciones continuaron de forma clandestina durante la ocupación nazi, y un día Wojtyla hizo gala de una gran sangre fría recitando el Pan Tadeusz mientras las SS patrullaban la calle.
Este inmenso amor por los escenarios convivía en Karol con una intensa búsqueda espiritual: dos caminos arduos que acabaron llevándolo a una encrucijada. Es probable que la difícil decisión entre uno u otro madurase durante un espectáculo en el que Karol declamaba un monólogo del rey Boleslaw el Valiente en el que se evocaba la resurrección de Piotrowin por obra de san Stanislaw, además de varios fragmentos del Rey Espíritu de Juliusz Slowacki.
Tal y como refirió un testigo presencial, durante la primera representación Karol recitó con intensidad y firmeza, mientras que en la segunda, que tuvo lugar quince días después, lo hizo con un hilo de voz. Cuando le preguntaron por el motivo de ese inesperado cambio de registro, respondió que, tras reflexionar, había llegado a la conclusión de que el monólogo era una confesión.
Sus amigos pensaron que, a lo largo de esas semanas, de las cenizas del autor había nacido el sacerdote. Cuando Wojtyla ya era Papa uno de ellos le escribió una carta a la que adjuntó una grabación de dicho monólogo. Juan Pablo II respondió: «No te equivocas. Sucedió justo eso. Lo acepto de todo corazón». En marzo de 1943 Wojtyła subió por última vez a un escenario, en este caso como protagonista de la obra Samuel Zboroswski de Slowacki.
La fuerte espiritualidad que animaba al joven estudiante apasionado del teatro no pasaba, desde luego, inadvertida para sus compañeros de universidad. Uno de ellos, que posteriormente se convertiría en amigo suyo, aseguró que su discreción era tal que durante mucho tiempo ignoraron incluso su apellido. De forma que le pusieron el apodo de "Sadok", dado que en esos años los libros de Wladyslaw Grabski, A la sombra de la colegiata y El confesionario, cuyo protagonista era cierto padre Sadok, gozaban de gran popularidad.
Durante esos meses Wojtyla realizó un gesto que podría haberle costado muy caro. Desde el año 1936 la juventud universitaria tenía por costumbre realizar todos los años una gran peregrinación al santuario de la Virgen Negra de Jasna Góra. Durante la ocupación los nazis habían prohibido la iniciativa, pero para conservar la tradición Karol logró llegar clandestinamente al santuario con otros dos delegados, pese a que Czestochowa estaba rodeada por las tropas de Hitler.
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Desde que la Alemania de Hitler había invadido Polonia el 1 de septiembre de 1939, el edificio del seminario había sido requisado para albergar a la sección de las SS que se encargaba de garantizar la seguridad de las fuerzas de ocupación en Cracovia.
Durante varios meses los seminaristas se habían alojado en el segundo piso del Palacio arzobispal pero, tras el cierre de todas las instituciones escolásticas que impuso el gobernador nazi, el arzobispo Sapieha había mandado a una parte de ellos a las parroquias, como ayudantes, mientras que los demás, que trabajaban en empresas sometidas al control de las autoridades alemanas, debían estudiar en casa.
Los seminaristas clandestinos no se conocían entre ellos. Recibían los manuales para estudiar Filosofía y Teología directamente del prefecto don Kamizierz Klósak, y luego cada uno realizaba individualmente el examen con el profesor.
Durante dos años, desde el otoño de 1942 hasta el verano de 1944, Wojtyla formó parte del segundo grupo. Para evitar ser deportado a realizar trabajos forzados en Alemania era, de hecho, necesario el ausweis, un salvoconducto que expedían las autoridades alemanas a los trabajadores "socialmente útiles", de esta forma en 1940 empezó a trabajar también —tras un breve periodo como chico de los recados en un restaurante— en la cantera de piedra de Zakrzówek, que se encontraba a media hora a pie de su casa de Debniki, como ayudante del obrero que hacía explotar las cargas explosivas.
En la primavera de 1942 había pasado ya a la fábrica química Solvay, situada en Borek Falecki, como encargado de la depuración del agua de las calderas. De hecho, mientras era ya un seminarista clandestino, siguió trabajando en ella. Sus compañeros, que lo veían siempre con un libro, pensaban que se trataba de un universitario, de manera que lo protegían y le permitían que estudiase durante el horario de trabajo.
Por aquel entonces su director espiritual era don Stanislaw Smoleski, quien lo consideraba dotado de una gran preparación intelectual y moral, y además apreciaba su marcada disposición al sacrificio y al esfuerzo.
Karol tenía un físico robusto, gracias al cual consiguió superar también el accidente del 29 de febrero de 1944, cuando un camión lo atropelló y lo dejó sin conocimiento en el arcén de la calle Konopnicka, mientras se dirigía a la fábrica. Al despertar comprobó que se encontraba en el hospital, con la cabeza vendada.
A principios de agosto de 1944 abandonó la Solvay para responder a la llamada del arzobispo Sapieha, quien nada más iniciarse la insurrección de Varsovia había ordenado que todos los seminaristas regresasen al Palacio arzobispal que se encontraba en la calle Franciszkaska, justificándose ante los nazis con el argumento de que «he pedido que vengan algunos seminaristas porque, dada mi condición de arzobispo, tengo derecho a disponer de alguien que intervenga en la celebración de la misa».
Karol llegó al seminario vistiendo camisa blanca, pantalones de algodón y unos zuecos. Al día siguiente recibió una sotana que había donado un sacerdote de la diócesis. La decena de seminaristas se alojó inicialmente en las estancias del primer piso de un ala lateral de la Curia, cuyas ventanas daban al patio interno y a la calle Wilna.
En octubre, tras la derrota de los insurgentes de Varsovia, el cardenal ofreció sus habitaciones a los sacerdotes que había huido de la capital y albergó a todo el grupo de jóvenes en la sala de audiencias, adyacente a su apartamento. Estos últimos dormían en unos camastros prácticamente pegados unos a otros, y en ese mismo espacio seguían también las lecciones.
La actividad diaria era intensa: se despertaban a las cinco de la mañana, luego venía el aseo personal y la gimnasia en el patio, la oración en la capilla, la meditación, la misa celebrada por el arzobispo, el desayuno y las lecciones de Filosofía y Teología. A la una se comía e inmediatamente y a continuación se podía pasear por el patio interior.
Después se proseguía con la adoración del Santísimo Sacramento, el estudio y la lectura espiritual. A las ocho se cenaba, luego tenía lugar la función religiosa en la capilla y varias ocupaciones en silencio. A las nueve el arzobispo se dirigía a la capilla para una hora de adoración que realizaba tumbado en el suelo delante de la eucaristía, y a las diez regresaba a su apartamento no sin antes haber echado un vistazo a la sala para comprobar si los seminaristas dormían.
Uno de los compañeros de Wojtyla contó que de éste le habían impresionado sobre todo «su bondad, su benevolencia y su sentido de la camaradería. Se relacionaba fácilmente con sus interlocutores, intentaba comprenderlos y planteaba temas que nos interesaban a todos. Era callado, le gustaba escuchar historias cómicas que le hacían reír. Cumplía a rajatabla el reglamento del seminario. Se concentraba durante las lecciones, tomaba apuntes diligentemente y comprendía al vuelo la idea fundamental que el maestro pretendía transmitir. En los exámenes era lúcido y sus respuestas precisas satisfacían a los profesores y suscitaban la admiración de todos nosotros».
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