"Las personas valen por sí mismas, cualesquiera que sean sus condiciones económicas, culturales o sociales en que se encuentren
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En el conflicto suscitado entre algunos obispos franceses y la dura política del gobierno de Nicola Sarkozy contra los gitanos rumanos, aletea uno de los grandes criterios que marcó Juan Pablo II para el futuro cristiano del viejo continente: en el capítulo III de la Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa, del 28 de junio de 2003, indicó como meta "evangelizar la vida social"; en el Capítulo V, con el título de Servir al Evangelio de la Esperanza, el Papa sugería el camino para alcanzar ese objetivo. Los títulos de los tres apartados (I. El servicio de la caridad; II. Servir al hombre en la sociedad; III. ¡Optemos por la caridad!) denotaban claramente que ponía el acento en la importancia decisiva de la caridad, es decir, la solidaridad.
Ese espíritu, honda y radicalmente cristiano, se planteaba de modo particular en tres campos: la sociedad, la familia y el trabajo.
A nadie se le oculta el fenómeno subrayado por algunos sociólogos norteamericanos a mitad del siglo XX: el incremento de la soledad en una sociedad cada vez más masificada. Por paradoja, el progreso científico y económico caminó más hacia el individualismo que hacia la solidaridad.
De modo semejante, décadas después, el avance de la globalización despertó los impulsos nacionalistas. Un caso reciente, que acabo de leer cuando escribo estas líneas, lo sintetiza el comentario de Laurette Onkelinx, vicepresidenta del gobierno de Bélgica en una entrevista publicada por el diario La Dernière Heure: «donc, oui, il faut se préparer à la fin de la Belgique».
Sin entrar en valoraciones políticas concretas, ni en las razones del secesionismo flamenco, que tiene sorprendentemente un impulso más bien confesional, lo cierto es que la sociedad europea tiene déficit de solidaridad. No se colma en la práctica con el incremento del voluntariado, en gran medida de origen cristiano, que viene a concretar tantas manifestaciones prácticas del indispensable amor preferencial a los pobres. Como afirmaba Juan Pablo II, «amarlos y mostrarles que son los predilectos de Dios, significa reconocer que las personas valen por sí mismas, cualesquiera que sean sus condiciones económicas, culturales o sociales en que se encuentren, ayudándolas a valorar sus propias capacidades».
En otro orden de cosas, sin una mentalidad solidaria será muy difícil encauzar el grave problema del desempleo, que era ya en 2003 «una grave plaga social en muchas naciones de Europa». Desde entonces, ha crecido en unión con los temas derivados de los flujos migratorios. Interpelan la conciencia de los creyentes, para construir una «comunidad solidaria en la esperanza, no sometida exclusivamente a las leyes del mercado, sino decididamente preocupada por salvaguardar también la dignidad del hombre en las relaciones económicas y sociales».
Además —y Juan Pablo II lo desarrollaba con detalle—, este servicio al hombre en la sociedad exige recordar la verdad sobre el matrimonio y la familia, insistiendo en que hay que entender la familia como íntima comunión de vida y amor, abierta a la procreación de nuevas personas. En el nuevo milenio no puede decirse que se hayan producido avances, ni en la praxis ni en las legislaciones. Tras el uso de la expresión familias en plural se cela una infinidad de dramas personales, compatibles con la nostalgia no siempre explícita de la auténtica familia. ¿Cómo olvidar el grito de Juan Pablo II en 1982 en la Plaza de Lima de Madrid? Ha de ser otra gran meta para el trabajo habitual de los creyentes.
Solidaridad, en fin, en las relaciones laborales, más allá de la manoseada reforma jurídica en nuestro país, o de los proyectos sobre jubilación y pensiones que se debaten también en Gran Bretaña, Francia o Italia, como cara externa y grave de la crisis del Estado del bienestar, en gran medida derivada del invierno demográfico. Para este, como para tantos otros temas, la doctrina social de la Iglesia propone principios de reflexión, extrae criterios de juicio, ofrece orientaciones para la acción. Pero, al cabo, las decisiones legislativas, sindicales y empresariales son muy técnicas, y están abiertas a diversas soluciones. Lo que no puede hacer un cristiano es actuar como si el trabajo fuese una mercancía llamada "recursos humanos".