Hablar de Dios, aunque sea para negarlo, es mejor que no hacerlo, al menos en los tiempos que corren, de opinión pública lábil y sin criterio
Vagón-Bar
Me hice eco en el blog, hace cuatro meses, de un artículo que advertía sobre la posibilidad de que alguien estuviera mangoneando al físico más mediático del planeta, el británico Stephen Hawking, cuya figura en silla de ruedas evoca fácilmente casi cualquier persona.
La duda venía de unas afirmaciones harto extrañas con respecto a los extraterrestres y su recomendación, dicho a lo bestia, de que quizá convendría abandonar el planeta. Resulta complicado tomarse en serio aquellas afirmaciones que acaso buscaban más notoriedad que otra cosa.
Ahora se anunció su último libro y la prensa adelantó algunos de sus contenidos en medio de un fenomenal barullo, porque dice que Dios no es necesario para la creación, que habría sido espontánea («Spontaneous creation»).
Por supuesto, muchas de las reacciones contra semejante teoría desde ámbitos religiosos han recordado las palabras previas de Hawking sobre los extraterrestres y su recomendación de evitarlos como una manera de desacreditar lo que ahora dice sobre Dios.
Están en su derecho, como lo está Hawking en decir lo que le parezca y con el fin que desee. Es posible que, cuando se pueda leer el libro entero, la afirmación sobre Dios, completamente contextualizada, se quede en muy poca cosa o en nada, pero el barullo habrá multiplicado las ventas del libro.
También podría ocurrir que se confirme con toda su crudeza que Hawkings haya escrito filosofía en vez de física. En ese caso, casi le daría las gracias: hablar de Dios, aunque sea para negarlo, es mejor que no hacerlo, al menos en los tiempos que corren, de opinión pública lábil y sin criterio.
Leo en algún sitio un comentario positivo y certero sobre las palabras de Hawkings. Procede de un lector que lo ve así: «¿Creación espontánea? ¿No es ese uno de los muchos nombres de Dios?»