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Si, mediante el matrimonio, conseguimos que lo importante sea efectivamente el amor, no cabe la menor duda de que ¡vale la pena casarse!
Casarse ¿es obligarse? — Y "eso", ¿no es una locura? — Qué es lo importante
Virtud... ¡qué aburrimiento! — La génesis de las virtudes
Habilitarse... más o menos — La gran aventura.
Casarse ¿es obligarse?
Más de una vez he oído explicar la grandeza del amor que se pone en juego en el momento de la boda haciendo ver que no se trata de un acto de amor como cualquier otro, sino de algo especialísimo, realmente grandioso, porque lleva consigo la osadía de hacer obligatorio el amor futuro: si antes de la boda los novios se amaban de forma radicalmente gratuita, sin compromiso alguno, en el preciso momento del sí se aman tanto, con tal locura e intensidad... que son capaces de comprometerse a amarse de por vida.
Siendo verdad cuanto antecede, no lo es menos algo que con frecuencia ni tan siquiera se nombra... A saber: que el sí matrimonial es capaz de originar la obligación gozosa de amarse para siempre, en las duras y en las maduras, porque simultáneamente hace posible esa entrega incondicionada.
Y "eso", ¿no es una locura?
La reflexión sobre los excesivos fracasos matrimoniales que observamos en la actualidad, y más todavía la mayor frecuencia con que rompen los lazos quienes se han unido en convivencia cuasi-matrimonial pero sin casarse, me ha llevado a advertir que la pretensión de obligarse a amar de por vida a otra persona, con total independencia de las circunstancias por las que una y otra atraviesen, si no fuera acompañada de un robustecimiento de la recíproca capacidad de amar, resultaría, en el fondo, una sublime ingenuidad, casi una demencia.
En parte para atraer la atención de quienes me escuchan, y sobre todo porque estimo que el ejemplo es correcto, aunque atrevido, suelo ilustrar ese deber-capacitación con el mandamiento máximo y máximamente nuevo que Jesucristo impuso a sus discípulos en la Última Cena.
Y añado, con todo el respeto posible, que semejante pretensión sería una auténtica chifladura si el Señor, en el momento de establecer el precepto, no incrementara de manera casi infinita la capacidad de amar del cristiano... o previera los medios para fortificarla y hacerla crecer.
¿Cómo, si no, pedir a unos simples hombres que quieran a los demás como el mismísimo Dios los ama: «Como Yo os he amado»?
Pues algo análogo, no idéntico, sucede en el momento de la boda, también la que se sitúa en el ámbito natural. En el mismo momento en que pronuncian el sí de manera libre y voluntaria, los nuevos cónyuges no solo se obligan, sino que sobre todo se tornan mutuamente capaces de quererse con un amor situado a una distancia casi infinita por encima del que podían ofrecerse antes de esa donación total. Por el contrario, sin ese "hacerse aptos", la pretensión de obligarse resultaría casi absurda.
Lo importante
Cuando mis amigos o alumnos afirman, con más o menos agresividad, que lo importante para llevar a buen puerto un matrimonio es el amor, les respondo sin titubear que sin ninguna duda.
(Es más, considero que el haber centrado la clave de la vida conyugal en el amor mutuo, dejando de lado otras razones menos fundamentales, es una de las ganancias o conquistas teóricas más relevantes de los últimos tiempos respecto al matrimonio).
Pero inmediatamente añado que, para poder amarse con un amor auténtico y del calibre que exige la vida en común para siempre, es absolutamente imprescindible haberse habilitado para ello... y que semejante capacitación es del todo imposible al margen de la entrega radical que se realiza al casarse.
Con otras palabras: lo importante, desde el punto de vista antropológico, no son ni "los papeles" ni "la bendición del cura".
(Personalmente, considero una inaceptable usurpación y, por eso, me niego en rotundo a que me case ningún funcionario del Estado ni sacerdote alguno: me caso yo —y mi mujer— y justo y solo porque quiero y quiere ella; ningún otro está capacitado para hacerlo por mí; solo el libre consentimiento de los cónyuges realiza esa unión, con todos los efectos antropológicos que lleva aparejados).
Sin embargo, para que lo importante —el amor— sea efectivamente viable resulta del todo necesaria la acción de libre entrega por la que los cónyuges se dan el uno al otro en exclusiva y para siempre.
Estamos, lo digo especialmente para los conocedores de la filosofía, aunque todos podamos entenderlo, ante un caso muy particular del nacimiento de un hábito bueno o virtud.
Virtud... ¡qué aburrimiento!
No quiero insistir en que el hábito tiene mucha menos relación con la repetición de actos ?que a menudo conduce a la rutina o incluso a la manía... que con la potenciación o habilitación de la facultad o facultades que vigoriza.
Es decir, el hábito y la virtud, con independencia absoluta de su origen, nos tornan mejores y, de forma muy directa, nos permiten obrar a un nivel muy superior que antes de poseerlos.
La cuestión resulta muy fácil de ver en las habilidades de tipo intelectual, técnico o artístico (llamadas en filosofía hábitos dianoéticos): solo quien ha aprendido durante años a dibujar, a proyectar edificios y jardines o a interpretar correctamente al piano (y el resultado de esos aprendizajes son distintos hábitos o capacitaciones de un conjunto de facultades) es capaz de realizar tales actividades de la forma correcta y adecuada, con facilidad y gozo, y sin peligro próximo de equivocarse... a no ser que le dé la gana hacerlo mal (cosa no tan infrecuente).
Lo mismo ocurre con las virtudes en sentido más estricto, que son las de orden ético. Quien ha adquirido la virtud de la generosidad, pongo por caso, no solo se desprende fácilmente de aquello —¡el tiempo, en primer lugar!— con lo que puede hacer más feliz a otro, sino que se siente inclinado a realizar ese tipo de acciones y, para más inri, disfruta como un enano al realizarlo.
De ahí que la vida éticamente bien vivida no sea una especie de carrera de obstáculos tediosa y sin norte, un "más difícil todavía" carente de término, sino —justo gracias a las virtudes— una senda de disfrute progresivo, en el que incluso el dolor y el sacrificio se tornan gozosos.
La génesis de las virtudes
Una de las diferencias que se han señalado tradicionalmente entre hábitos dianoéticos (técnicas, artes, etc.) y éticos, es que algunos de aquellos pueden lograrse con un solo acto —ahí se encuadra, por ejemplo, la tan clara como difícil de comprobar adquisición del "uso de razón"—, mientras que las virtudes propiamente dichas requieren de una repetición de actos realizados cada vez con mayor amor.
Propongo una leve corrección a esta doctrina. Por un lado, porque la experiencia demuestra que, en ocasiones, una persona adquiere el valor (o pierde el miedo) como resultado de una única acción, más o menos arriesgada: por ejemplo, lanzarse a la piscina después de meses de dudarlo o saltar en paracaídas por vez primera... y experimentar la emoción que inclina —ya sin miedo— a volver y volver a saltar.
Y me parece que el acto único de la entrega matrimonial consciente y decidida tiene un efecto muy parecido: otorga a quienes se casan el vigor y la capacidad para amarse de por vida a una altura y con una calidad... imposible sin esa donación absoluta.
Cosa no difícil de comprender si recordamos que el fin de toda vida humana es el amor entregado, y que la ofrenda que se realiza en el matrimonio (igual que la que se hace a Dios de forma definitiva), por encarnar de manera privilegiada esa tendencia al amor, no puede sino fortalecer la capacidad de amar... hasta el punto de situarla a una distancia casi infinita de la que los novios tenían antes de la boda.
No se trata de una cuestión psicológica, como algunos me han comentado o preguntado, aunque también pueda reflejarse en esos dominios; sino de algo infinitamente más serio: de un cambio abismal, comparable por ejemplo a lo que en filosofía denominamos el primum cognitum: aquel hábito que permite —en un momento difícil de precisar, pero sin duda existente—, conocer la realidad tal como es, con independencia de sus beneficios o desventajas para mí, y no solo, como los animales y los niños de muy poca edad, en lo que cada una supone para mi propia satisfacción o malestar.
De esta suerte, igual que puede hablarse de un hábito primero en los dominios del conocimiento, que lleva a conocer de un modo radicalmente superior al que se tiene antes de su formación (es lo que llamo primum cognitum o habitus entitatis), es legítimo referirse a un primum de la voluntad, que hace posible amar de una forma inédita y muy ennoblecida...
Hasta el extremo de que hay que afirmar que la persona que lo genera —justo en el instante y como producto de la entrega sin reservas— es capaz, en general, de fijar definitivamente el objeto de sus amores en aquel (o Aquel) a quien se ha ofrendado y, en el caso del matrimonio, de transformar el cuerpo sexuado en vehículo eficaz (de la culminación) de la entrega de la propia persona... cosa imposible antes de casarse.
Habilitarse... más o menos
Me explico con un poco más de detalle. A veces entendemos la responsabilidad como la cuenta que habremos de dar —¡si nos pillan!— por lo que hemos hecho mal o —nos encargamos nosotros de dejarlo claro— por lo bueno que hay en nuestra vida.
De nuevo es una visión correcta, pero muy pobre. Ante cualquier acción que realizamos, nuestra persona responde de inmediato mejorando o empeorando, haciéndonos más capaces de obrar de nuevo, mejor y con más facilidad, en el mismo sentido... bueno o malo: quien se acostumbra a robar se va haciendo un ladrón; el que miente, un mentiroso; el que emprende grandes empresas en bien de los demás, una persona magnánima; quien se entrena siete horas en el gimnasio —si no perece en el intento— un auténtico "cachas", etc.
Esa respuesta, que nos marca queramos o no, es la verdadera responsabilidad: el modo como nuestro ser responde y se modifica en función de nuestras actuaciones.
Pongámonos en el supuesto de acciones buenas. Cada una de ellas nos mejora y nos hace más capaces de realizar fácilmente, con gusto y sin equivocarnos el mismo tipo de operaciones. Pero no todas nos capacitan con la misma intensidad.
Quien presta sus apuntes a un compañero, se hace un poco más generoso; quien dedica toda una tarde a explicarle lo que no comprende, bastante más; quien, sin que se note, está constantemente pendiente —aunque a él le cueste sangre— de que sus amigos hagan lo que deben, con gracia y sin hacérselo pesar... ¡es un tío grande, maestro en generosidad y en muchas otras virtudes (no digo "tía grande", no por pusilánime, sino porque ellas se llaman a sí mismas "tío": viva la juventud y la no-juventud que quiere parecer joven)!
La gran aventura
Y casi en el término de esa línea ascendente se sitúa el sí de la boda.
Como apuntaba, varón y mujer son seres-para-el-amor; y la culminación y mayor expresión de todo amor es la entrega. Cuando esa entrega es sincera, profunda, total y de por vida, ¿cómo no va a responder nuestra persona —¡a ese solo acto!— incrementando de una forma impensable su capacidad de querer...
¡Ahí se encuentra la razón antropológica más de fondo de la necesidad de casarse! El motivo más entusiasmante para decir un sí que nos permita iniciar la gran aventura del matrimonio: el camino que nos llevará hasta nuestra plenitud personal y nuestra felicidad.
¿Que eso suena demasiado utópico? ¡Qué lástima!, porque entonces no se comprende lo que es una aventura. Lo propio de ella es que:
· quienes la emprenden se pongan una meta alta, en apariencia inalcanzable, pero que vale la pena;
· no tienen ninguna seguridad de que van a alcanzar su objetivo; de lo contrario, ¿dónde queda la gracia de la aventura?;
· una vez que la inician, no permiten que las dificultades y los contratiempos, también los imprevistos, sofoquen la ilusión inicial ni les impidan recrearse en lo que ya han logrado;
· la mirada fija en el fin, en el triunfo hace que, a cada paso, renueven las energías —¡y las agallas!— para seguir adelante.
Si enfocamos de este modo el matrimonio, contando con las fuerzas que nos proporciona el habernos casado, sí será ciertamente un camino de rosas, en el que la apariencia y la fragancia de las flores logren que casi no advirtamos los pinchazos de las espinas (¡qué cursilada!, pero como no lo ha leído mi mujer...).
No lo será, sin embargo, si por ignorancia o dejadez o desprecio hemos decidido que la boda constituya un mero trámite y no nos hemos capacitado para querer con un amor relevante, aventurado y venturoso.
Por el contrario, si, mediante el matrimonio, conseguimos que lo importante sea efectivamente el amor, no cabe la menor duda de que ¡vale la pena casarse!
Tomás Melendo
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la familia
Universidad de Málaga (UMA), España
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