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De forma creciente, los políticos de muy diferente signo convocan ruedas de prensa en las que los portavoces de los correspondientes grupos se limitan a leer un comunicado advirtiendo de antemano que no habrá lugar a preguntas por parte de la audiencia.
Quienes hacen el comunicado desean acaparar los titulares de prensa, pero evitan de raíz cualquier diálogo con los periodistas. Se trata de portavoces que no pueden decir nada más que lo que tienen estrictamente autorizado o quizá que no se atreven a pensar y a expresarse por su cuenta por temor a ser desmentidos luego por sus jefes.
No aceptan preguntas porque no tienen respuestas. Es una clara y burda "utilización" de los medios de comunicación. Me cuenta un amigo periodista, que vivió el periodo de la transición muy de cerca, que este comportamiento sería impensable en aquellos años de finales de los setenta.
La otra cara de la moneda son los debates parlamentarios, en los que, en tantas ocasiones, los representantes de los diversos partidos se enfrentan entre sí, no por las razones que asistan a las diversas posiciones en la materia que en cada caso se aborde, sino que se oponen entre sí sistemáticamente, por sus alianzas estratégicas o para desgastar a los otros partidos, independientemente de la cuestión que se trate.
Basta con que un partido diga una cosa, para que los otros sostengan la contraria, sin pararse siquiera un minuto a escuchar las razones de la posición opuesta y, menos aún, tomarse la molestia de estudiar juntos el asunto con la atención que requiera.
No escuchan las razones de sus oponentes porque no les importan, pues creen que apoyar al rival político es siempre un error que se paga caro electoralmente. En política, por desgracia, funciona ese dicho tan nefasto de que "al enemigo, ni agua".
Me parece que cada vez que un político rehúsa explicar las razones de su posición o cada vez que en el Parlamento los grupos políticos renuncian a examinar las razones de las diversas posiciones en liza, se está cegando la fuente vital de la democracia.
Ayer oía al Rector de mi Universidad citar al filósofo alemán Robert Spaemann: «La democracia vive de la fe en la posibilidad de un entendimiento racional». Así es: el debate político tiene sentido porque los seres humanos, como tenemos bien comprobado todos, somos capaces de entendernos entre nosotros, de reconocer que un parecer es más razonable que otro y pasarnos a él decididamente porque nos resulta más convincente, porque nos parece mejor.
La experiencia común es que, discutiendo los asuntos razonablemente, a menudo cambiamos de parecer; esto es, aprendemos de las opiniones de los demás porque sus razones nos parecen mejores que las nuestras. Aceptar esto significa reconocer que no somos los dueños de la verdad, sino que en todos estos temas ciudadanos la verdad se busca en comunidad.
Si se desea realmente el bien de la sociedad no habrá nunca miedo a explorar las razones que asistan a las diversas posiciones en una determinada materia. Incluso cuando no se llega a un entendimiento, la exposición de las razones de cada postura es algo positivo, pues quedan como precedente para una oportunidad ulterior y, sobre todo, quienes actúan lo hacen en conciencia.
A menudo, el pluralismo se expresa, sobre todo, en la diferente importancia que unos y otros asignamos a los problemas que afectan a nuestra sociedad y, por tanto, discrepamos en la distribución del presupuesto y de los esfuerzos que hayan de invertirse en su solución. El ecologista considera prioritario el cuidado del medioambiente, el nacionalista el autogobierno y el socialista la iniciativa estatal y la redistribución de la riqueza.
Como los recursos son limitados y las cuestiones complejas, resulta imprescindible establecer prioridades entre los objetivos a los que de hecho se va a prestar atención. A veces estas preferencias no son del todo racionales y por eso se resuelven mediante votación.
Se votan aquellos asuntos en los que no resulta posible llegar al entendimiento racional o en los que no merece la pena invertir más tiempo en su estudio y deliberación. La votación es el método para dirimir el desacuerdo, pero en los asuntos realmente vitales para un país es deseable siempre llegar al acuerdo, al genuino entendimiento racional.
Cuando las asambleas políticas y los medios de comunicación se convierten en un espacio de insultos, amenazas y mutuas descalificaciones, peligra la democracia. El miedo a la racionalidad, a la discusión abierta, sincera, que busca soluciones, es una de las fuentes del totalitarismo. «El debate —escribía Hannah Arendt— constituye la esencia misma de la vida política». Donde no hay debate público no hay libertad ni hay entendimiento racional: ese es su formidable valor.
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