"No soy católico, pero ni a mí se me escapa la inmensa talla moral del actual pontífice"
ABC
A riesgo de resultar un pelmazo, vuelvo sobre el tema de mis columnas anteriores, porque la marabunta sigue rugiendo y muchos periodistas y blogueros por libre pretenden ahora que el Papa presente su dimisión.
Lo de una hipotética dimisión papal tiene más morbo para este tipo de personal, dicho sea de paso, que los propios actos de pedofilia o efebofilia cometidos por curas, que se van revelando como puro pretexto para acorralar a Benedicto XVI.
Y es que sólo el Papa y la Iglesia se han tomado en serio este asunto. Explotando el escándalo, la prensa amarilla sólo busca vender, y la progre, sacar a los católicos del espacio público, o al menos, si la campaña no diera para tanto, dejar la reputación del clero por los suelos.
Que el Papa dimita, lo van a tener, me temo, muy, pero que muy crudo. El único precedente de dimisiones pontificias, el gesto de aparente humildad de aquel Celestino V que, en 1294, hizo per viltate il gran rifiuto, como escribió Dante en el canto tercero del Inferno (verso 60), no goza de estima en la tradición cristiana.
El poeta florentino metió a tal papa dimisionario en el infierno por su cobardía, y Unamuno no lo trató mucho mejor, añadiendo a la imputación de cobarde la de soberbio. El único poeta que lo elogió fue Cavafis, un cantor, por cierto, de la efebofilia desmadrada.
Hay que recordar asimismo el chasco que se llevaron algunos a causa de aquel nunc dimittis con el que oraba en sus últimos años Juan Pablo II, grotescamente interpretado como declarada intención de dimitir, cuando no era más que la equivalencia evangélica, en palabras del anciano sacerdote Simeón, del «dejadme ir a la casa del Padre» que repitió el papa polaco en su larga agonía.
Tampoco parece que los aficionados al espectáculo se vayan a divertir con su sucesor. Por si no lo he dicho ya suficientes veces, no soy católico, pero ni a mí se me escapa la inmensa talla moral del actual pontífice en comparación con sus actuales y pululantes detractores, verdadera masa de acoso.
No es necesario ser católico para ver con claridad hacia dónde conduce esta batida mediática contra la Iglesia, y, aunque admito que la condición de judío ayuda lo suyo a intuirlo, creo que basta con entender que el justicierismo supone siempre una corrupción del recto sentido de la justicia. Éste se ha eclipsado desde que Benedicto XVI hizo pública su carta a los católicos irlandeses.
Desde ese momento, el blanco de los ataques ya no lo constituyen los curas pederastas y los obispos encubridores, sino el Papa, contra el que se ha movilizado la progresía justiciera, tomando la carta en cuestión como un síntoma de debilidad, cuando ha sido, a todas luces, una demostración de fuerza moral que deja en evidencia la incapacidad flagrante del progresismo para llevar a cabo una crítica análoga de sus propias iniquidades.
Como en este caso no parece que vaya a funcionar el principio de que, herido el pastor, se dispersarán las ovejas, es previsible que la campaña arrecie durante algún tiempo y que la escena se llene —ya está pasando— de espontáneos que nos cuenten lo que sufrieron con el cura pedófilo que les correspondió.
Es el correlato obligado del justicierismo: la socialización de la condición de víctima, la cultura de la queja. Pero a esto ya nos tienen acostumbrados. ¿Qué progre no tiene un abuelo fusilado por Franco, enterrado en barranco ignoto o en cuneta polvorienta? Lo malo es que, como pasa siempre, la moneda falsa expulsa la buena del mercado y el quejica justiciero acabará por apantallar el dolor de las verdaderas víctimas.