Ninguna mayoría parlamentaria, ni siquiera por unanimidad, puede decidir la limitación del derecho a la vida de un ser humano
La Razón
El Legislador está llamado a asegurar que la ley penal esté basada en el respeto de la dignidad, sobre la que descansan los derechos fundamentales
Una polémica doctrinal de actualidad nos hace reflexionar sobre el ámbito de la potestad legislativa en relación con la protección del derecho a la vida. Una sencilla observación nos permite comprobar que el Parlamento está llamado a asegurar que la ley penal se ocupe de los conflictos sociales desde el respeto a la norma como base de la convivencia, una convivencia que debe permitir una vida cada vez más segura, más solidaria y más libre para todos los hombres, todas las mujeres y todos los niños, hayan o no hayan llegado a nacer.
A dicho efecto, el Legislador procura que la ley penal atienda especialmente a las minorías, a los hombres y mujeres que pertenecen a grupos sociales menos favorecidos, y que esté dispuesta a velar por los menores de edad, por los niños que aún tienen que nacer, por todos los colectivos humanos que tienen menos posibilidades de defenderse. La ley penal debe ser igual para todos, pero debe amparar especialmente a quienes por sus especiales circunstancias más necesitan de su protección. Como afirma el Tribunal Supremo en su Sentencia de 24-7-00, la ley penal está para asegurar la consolidación de las convicciones éticas generales, entre las que la defensa de los más desprotegidos es una de las más importantes.
Por ello, el Legislador está llamado a asegurar que la ley penal esté basada en el respeto de la dignidad, valor sobre el que descansa todo el andamiaje de los derechos fundamentales. Una dignidad que pertenece a todos los seres humanos, nacidos o no nacidos, con independencia de su edad y circunstancias. Como afirma el Tribunal Supremo en su Sentencia de 3-10-01, la dignidad es un atributo de toda persona por el solo hecho de ser persona.
El Legislador está llamado a asegurar, por lo tanto, que la ley penal esté orientada hacia la defensa de la vida, valor superior de todo ordenamiento, protegido por la Constitución y por los Convenios Internacionales, valor referido especialmente a la vida no nacida. Una ley penal a la que se refiere la Convención Internacional de Derechos del Niño cuando sostiene que «…el niño necesita protección legal tanto antes como después del nacimiento…», una Convención que también dice que «…todo niño tiene derecho intrínseco a la vida…», y que «…se entiende por niño todo ser humano menor de dieciocho años...».
El Legislador está llamado a asegurar que la ley penal garantice la igualdad de todos los hombres, de todas las mujeres y de todos los niños, igualdad que no significa considerar a todos del mismo modo, con independencia de sus actos y motivos, sino que pretende dar a cada uno lo que es suyo, y por tanto a los más débiles la mayor protección. El Legislador está llamado a asegurar la existencia de una ley penal para la paz, una paz sin razas ni fronteras, una paz para siempre, en la que reine la solidaridad y no haya víctimas, ya nunca más haya víctimas, porque una ley penal que, indulgente con el infractor, deja sin protección a sus víctimas, no es una buena ley. Una ley penal que permite que alguien pueda fijar los límites de la vida no es una buena ley. Una ley penal que autoriza que alguien decida quién tiene derecho a vivir no es una buena ley.
Sostiene Ferrajoli que hay determinadas cuestiones que no pueden ser decididas por una mayoría parlamentaria, y por ello la legislación está obligada, so riesgo de invalidez, al respeto de los derechos fundamentales. Una norma no es legítima por el solo hecho de que sea adoptada por una mayoría parlamentaria. La vida humana está fuera de lo que el gran jurista llama el «ámbito de lo decidible», y pertenece al «ámbito de lo no decidible». El Legislador no está llamado a limitar el alcance jurídico de los derechos fundamentales, sino a determinar la mejor manera en que deben ser protegidos.
Podemos por tanto afirmar que ninguna mayoría parlamentaria, ni siquiera por unanimidad, puede decidir la limitación del derecho a la vida de un ser humano. La vida humana se encuentra en lo que Garzón Valdés llama el «coto vedado» y Norberto Bobbio llama el «territorio inviolable». El derecho a la vida de cualquier ser humano no puede ser sacrificado a ningún interés público, aunque éste sea bien intencionado. Si la mayoría no puede imponer la pena de muerte, tampoco la mayoría puede acordar la desprotección penal del derecho a la vida.
Álvaro Redondo, Fiscal del Tribunal Supremo