Quizá nos realizamos más cuando cuidamos o sufrimos que cuando producimos o nos divertimos
Arvo.net
Los parques europeos —y especialmente los españoles— se caracterizan desde hace años porque el número de sillas de ruedas supera al de carritos de niños. Visualizamos en la calle lo que los fríos datos del Instituto Nacional de Estadística anuncian: que en España el 17,8% de la población tiene más de 65 años y que en el año 2050 el 34% de la población —17 millones de españoles— tendrá más de 65 años, de los cuales unos seis millones serán octogenarios. Otro dato es que la tasa de natalidad en España en 2009 fue de 10,73 nacimientos por mil habitantes.
Ancianos y personas dependientes dibujan un paisaje decrépito, que nos pone delante de los ojos un horizonte vital para el que quizá no estamos preparados, ni cultural ni conceptualmente.
A lo que me refiero es a que la ancianidad y la dependencia, notablemente incrementadas mediante el aumento de la esperanza de vida (79,78 años en España, una de las mayores del mundo), nos obligan a reubicar las categorías con las que entendemos nuestras vidas, con las que proyectamos nuestro futuro y desde las que hemos emprendido durante los últimos siglos la construcción social. La creciente visibilidad de nuestra endeble condición nos obliga a cuestionarnos algunos de los más importantes conceptos con los que hemos elaborado la idea moderna de realización humana.
En concreto, cuestiona tanto la imagen de "homo faber" —el hombre que se realiza en el ámbito productivo— como su complementaria de "homo ludens" —tan importante para la industria del entretenimiento—. Frente a estas dos ilusiones ópticas desde las que venimos proyectando el sentido de nuestras vidas, se impone la necesidad de entendernos a nosotros mismos más bien como "homo dolens": las limitaciones de las enfermedades y de la vejez revelan desde su inusitado impacto social que no podemos continuar encuadrando las aspiraciones de nuestra vida en los estrechos márgenes de la eficacia y el disfrute.
El alargamiento de la vida humana y los avances médicos que nos permiten seguir con vida, pero en condiciones muchas veces precarias, nos enseñan que los años de plena autonomía cubren en realidad tan sólo una limitada porción de nuestra existencia. Cabría decir, valga la hipérbole, que lo anómalo es la normalidad y que la situación habitual de un ser humano es la de cuidar de otros o la de ser cuidado por los demás. O cuidas o te cuidan.
Esta constatación debería llevarnos a revisar y replantear la idea de autonomía, sobre la que descansa en gran medida el proyecto moderno de realización humana. No se trata de renunciar a muchos elementos valiosos de esta idea, pero resulta perentorio complementarla y corregirla con los valores asociados al cuidado. Nuestra autonomía es bastante precaria y, si deseamos dotarla de medida humana y no acabar esquizofrénicos, habremos de redimensionarla y corregirla mediante una cultura del cuidado que es preciso desarrollar activamente. Habremos de asumir que no ser autónomo también es humano y que quizá nos realizamos más cuando cuidamos o sufrimos que cuando producimos o nos divertimos.