A esa llamada se debe corresponder con una respuesta a lo largo de toda su vida
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Juan Pablo II nos recordaba al inicio del nuevo milenio que "si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, ¿quieres recibir el Bautismo? significa al mismo tiempo preguntarle, ¿quieres ser santo? Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: ‘Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial’ (Mt 5, 48)" (Carta apostólica Al comienzo del nuevo milenio, 31).
Cada persona, sin excepción, ha sido llamada por Dios a la existencia con una precisa finalidad, que confiere pleno sentido a su vida. El hombre, ya lo hemos dicho, nace con vocación y por vocación. Pero a esa llamada debe corresponder con una respuesta a lo largo de toda su vida, a los siete años, a los quince, a los veinte, o a cualquier edad. Así se explica la beatificación de los pastorcillos de Fátima, que han sido beatificados, no porque se les apareciera la Virgen, sino por sus virtudes heroicas, por su correspondencia a la gracia.
Dios llama con una vocación personal e irrepetible, que es determinación de la llamada general, universal a la santidad, a la gracia y a la gloria. No debemos olvidar que la gracia de la vocación puede o no experimentarse psicológicamente, pero que, en cualquier caso, la respuesta a la propia vocación no sólo es libre, sino que, de alguna manera, configura la vocación misma. Veámoslo más detalladamente siguiendo a F. Ocáriz.
Que los hombres hemos sido llamados a la comunión con Dios pertenece a la esencia misma de la Revelación: Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2, 4). La vocación presupone y comporta elección: Dios “nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo para que seamos santos” (Ef 1, 4).
Dicho de otra manera, como ha enseñado Juan Pablo II, Dios elige primero al hombre y sólo después lo crea. Entonces —cabe preguntarse—, ¿es posible que Dios llame a todos y no se enteren muchos? Aparte de que desconocemos cómo actúa la Palabra de Dios en la intimidad de las conciencias, plantearnos este interrogante nos lleva a ir comprendiendo cómo la Palabra divina requiere una mediación humana. Así ha sido a lo largo de la historia en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, Dios se sirvió de Israel y de la Iglesia para desvelar sus designios a la humanidad.
Independientemente de cómo Dios se comunique a los hombres, lo que sí está claro es que nos llama mediante la Iglesia y en la Iglesia, para que podamos reconocer de verdad que esa palabra es una llamada divina. Si yo deseo caminar hacia la santidad debo seguir algún camino que la Iglesia haya indicado como tal, debo seguir una de las rutas trazadas en el mapa; de lo contrario corro el riesgo de crearme una ruta propia pero descaminada. Estaría corriendo, pero fuera del camino.
De nada sirve que uno diga que quiere ser santo si no objetiva el modo de serlo. La llamada a la santidad es universal pero no se verifica igual en las distintas personas; cada llamada está personalizada. La vocación acontece siempre de modo personal, constituyendo una modalidad según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la universal vocación a la santidad. Este es el motivo por el que se dan vocaciones peculiares que implican una iniciativa divina previa a toda reflexión y decisión de la persona llamada. Dios puede llamar con vocación peculiar a asumir un modo de ser que afecte a la totalidad de nuestra existencia.
De hecho Dios tiene predilección por todos; a cada uno dirige, de modos muy diversos, estas palabras: “Yo te he redimido, te he llamado por tu nombre: tú eres mío” (Is 43, 1). La Palabra de Dios no sólo transmite un mensaje, una invitación, una doctrina, sino que además es eficaz, es decir, es invitación por parte de Dios y gracia interior: luz que ilumina el camino de la propia vida e impulso para recorrerlo. Dios nos da el mapa, pero también los medios para interpretarlo y poder recorrer nuestro itinerario.
Con cada vocación Dios da a entender la radicalidad de las exigencias de santidad y apostolado que constituyen la vida cristiana. Es ahí donde maduramos en la fe, recibiendo una luz que no excluye del todo la oscuridad, sino que nos invita a una incondicional apertura a un futuro imprevisible, pero que radicalmente depende de Dios.
También se manifiesta la vocación en un impulso en la voluntad, que empuja a amar en correspondencia al amor divino. Así llegamos a comprender que, a mayor caridad, mayor libertad, pues al aceptar el plan que Dios nos ofrece se nos desvela la verdad sobre nuestra propia existencia. La obediencia a Dios es un acto libre y liberador, no es algo propio de esclavos sino de hijos. “Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas” (San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 38).
Cada día que pasa parece evidenciarse con mayor claridad que la crisis de nuestra sociedad es una crisis de santidad. Esto muestra de un modo evidente que Dios no obliga a nadie, quiere contar con la libertad de cada uno: “Yo creo, y eso puede comprobarse, que Dios ha irrumpido en la historia de una forma mucho más suave de lo que nos hubiera gustado. Pero así es su respuesta a la libertad. Y si nosotros deseamos y aprobamos que Dios respete la libertad, debemos respetar la suavidad de sus manos”. (Cardenal Joseph Ratzinger; La sal de la Tierra).
Es verdad que Dios lleva a las almas con cuidado y suavidad, y que nosotros nos empeñamos en que nos digan lo que tenemos que hacer para evitar el riesgo, por el miedo a no querer equivocarnos, de tenerlo todo bien atado. Cristo reina crucificado, en apariencia como un fracasado. Es evidente que quiere reinar así, así se manifiesta el poder divino. Porque dominar por imposición —que es lo que muchos quisieran— con un poder que doblega por la fuerza, al parecer, no es la forma divina de poder.