La Gaceta
Después de haber oído hablar hasta la saciedad del fallido pacto educativo y de la crisis económica, me permito compartir con los lectores algunas reflexiones sobre la poesía y la cultura europea.
Propongo este "cambio de tercio" desde el convencimiento de que la auténtica cultura europea no es sólo una cultura de la razón, del progreso técnico y económico. Es también una cultura del corazón, de los sentimientos, de la misericordia, de la nobleza del sufrimiento.
Por eso, conservar Europa y seguir construyéndola significa conservar y mantener viva la cultura de la belleza, de la sensibilidad y de la compasión. Quizá tengamos una "sobredosis" de Ilustración y de la diosa Razón, y convenga, por este motivo, releer a quienes han propuesto en sus escritos a las expresiones poéticas y estéticas como un medio de formación ciudadana.
El primer programa del idealismo alemán (1797), que elaboraron Hölderlin, Hegel y Schelling, aludía a la idea de un "Estado estético". Para alcanzarlo se hacía necesaria la educación de los ciudadanos en la belleza. La poesía y el arte son expresiones de una sensibilidad y un patrimonio sentimental educado, no salvaje.
Tal vez convenga preguntarse si hacemos algo para mejorar nuestra formación estética. Tengo el convencimiento de que en un edificio sucio, donde parece que las paredes desconchadas se van a caer a trozos de un momento a otro, donde las puertas están llenas de pintadas y los pupitres también, se puede transmitir el cálculo de los algoritmos neperianos, pero no se puede aprender ni enseñar una educación ciudadana completa.
Claro está que esta educación del gusto y del sentimiento no es tarea principal del Estado, sino de la familia. Así, Novalis, que simpatizó desde el principio con las ideas renovadoras de Francia, se distanció de la exaltación del Estado.
Decía Friedrich v. Hardenberg (Novalis) que la familia le resultaba más próxima que el Estado. Que se es un ciudadano perfecto, si antes se vive plenamente para la familia. De la felicidad de las familias está hecha la felicidad del Estado. A través de la familia se está unido inmediatamente a la patria; si no existe la primera, la patria resulta tan indiferente como cualquier otro Estado.
En el caso de Novalis, esas ideas no se concretaron en un programa político, ni en una visión revolucionaria. Preconizó una monarquía republicana en la que debería darse un "Estado poético". En éste "cada hombre debería ser artista". En su obra La Cristiandad o Europa, expuso que el ideal de paz y de unidad con el que soñaba para Europa se fundamentaba en la renovación interior de cada individuo, y en la unidad de la religión, no en el Derecho ni en las alianzas entre Estados.
Se pensará que en un momento de profunda crisis económica y de alarmante fracaso escolar, la poesía y la estética son cuestiones menores, a las que no debería concederse mayor importancia que la que tiene un estornudo a la entrada de las urgencias de un gran hospital. Sin embargo, en mi opinión, no se trata de cuestiones menores del todo. Eichendorff se preguntaba en su diario qué es antes, si el amor o la poesía, y anotaba que primero es el amor, y luego la poesía, que busca "salir", dar ventilación al alma.
Si en nuestro entorno hay porquería y fealdad, es dudoso que en el interior haya amor y respeto a la dignidad del otro, solidaridad con sus problemas. El florecimiento de la poesía romántica (Hölderling, Tieck, Novalis, Eichendorff, Schlegel…) tuvo lugar en plena crisis de las guerras de liberación (Befreihungskriege) alemanas frente a la ocupación napoleónica. Y, ciertamente, la guerra es la violenta expresión del odio; diametralmente opuesto a una sensibilidad educada. Pero al menos todos los poetas mencionados reflexionaron de modo crítico sobre su entorno social y político. ¿Lo hacemos también nosotros ahora?
Quizá estemos "encantados de habernos conocido", y falte por eso la decisión de poner freno a esta ola de vulgaridad y feísmo que, so capa de espontaneidad, nos arrolla.
Para expresarlo con uno de los pasajes más bellos de un poeta romántico: "La luna, que justamente culminaba la cima, iluminaba intensamente una esfinge de mármol, que estaba allí, cerca de la orilla, erguida sobre una piedra, como si fuera una diosa que acababa de emerger sobre las olas y contemplase hechizada por ella misma la imagen de su propia belleza, que el espejo líquido del agua devolvía desde la silenciosa profundidad entre las estrellas florecientes" (Eichendorff, Das Marmorbild).
Bien puede servir esta imagen para expresar al ciudadano europeo, al que se le hace de noche, presa del hechizo de su propio narcisismo, al que le falta corazón —tiene la frialdad del mármol— para sentir compasión y saberse rodeado por sus semejantes, además de por la propia imagen que le devuelve un entorno con frecuencia halagüeño, porque no tiene más modelo que a sí mismo.
María J. Roca es catedrática de la Universidad Complutense
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