Los sacramentos no se reciben en reconocimiento de unos méritos personales; son acción de la gracia divina
ABC
Ha levantado gran polvareda un artículo publicado por el cardenal Cañizares en el Osservatore Romano, en el que se atreve a... ¡Oh, cielos! ¿Seré capaz de decirlo? No, no se atreve Cañizares a convocar una guerra santa, ni a identificar al Anticristo, ni siquiera a reclamar la unión entre trono y altar. A lo que se atreve Cañizares es a proponer que sea restablecido el decreto Quam singulari, de San Pío X, en el que se fija la edad de siete años como idónea para recibir el sacramento de la Eucaristía.
En las últimas décadas, por influjo de las corrientes modernistas infiltradas en el seno de la propia Iglesia, y con el aplauso y regocijo de quienes anhelan —lobos disfrazados de corderos— su destrucción, se ha introducido el hábito nefasto de retrasar la edad de la Primera Comunión. En su artículo, Cañizares apunta incluso que las actuales circunstancias familiares y sociales, tan adversas para la inocencia del niño, antes aconsejarían adelantar esa edad que retrasarla.
Y esto, en fin, es lo que ha provocado indignación entre los enemigos de la Iglesia, que se las prometían muy felices, después de haber logrado vaciar de significado la Eucaristía, siempre —por supuesto— con el apoyo de los inefables "tontos útiles" que confunden la naturaleza de los sacramentos.
Porque los sacramentos no se reciben en reconocimiento de unos méritos personales; son acción de la gracia divina. Y la gracia divina no exige, como demandan ciertos "tontos útiles" a quienes los enemigos de la Iglesia prestan altavoz, "personalización e interiorización de la fe"; esto es jansenismo de la peor calaña, soberbia presuntuosa que pretende convertir el regalo de la Salvación en una suerte de postulación de méritos, como si los sacramentos fuesen oposiciones a un cuerpo administrativo.
Y esta infiltración jansenista, que pretende desenraizar la fe de su fuente y aislarla de su medio natural (fe que viene de lo alto, fe que se encarna y realiza comunitariamente), es la que, en efecto, ha triunfado en las últimas décadas, jaleada por los enemigos de la Iglesia, que contemplan jubilosos cómo las Primeras Comuniones se han convertido en mascaradas en las que, si acaso, el único que conserva la fe (una fe originaria y primaveral, pura en la plena acepción de la palabra) es el niño que recibe a Cristo bajo las especies de pan y vino.
Para que ese niño participe también de la mascarada conviene que se retrase la edad de la Comunión, conviene que el niño esté suficientemente corrompido por el clima ambiental, conviene que haya recibido sus buenas clases de "educación sexual" en la escuela, conviene que haya asimilado toda la alfalfa progre que se le inocula a través de la tele, conviene que haya comprobado cómo sus papás viven amancebados tan ricamente y apostatan de la fe de sus mayores. Conviene, en fin, que el niño acuda al sacramento con la inocencia hecha unos zorros, con la fe reducida a escombros o siquiera esclerotizada y rutinizada, y a ser posible con un condón en el bolsillo de la chaqueta de marinerito.
Porque, claro, cuanto más pequeño sea el niño más posibilidades hay —¡menudo escándalo!— de que comulgue creyendo en la naturaleza del sacramento, creyendo que de verdad Cristo viene a vivificar su fe para siempre. Y esto es lo que los enemigos de la Iglesia pretenden evitar a toda costa, con la ayuda de los tontos útiles que han introducido el microbio jansenista en el seno de la Iglesia. Qué grande eres, Cañizares.