Las Provincias
El diccionario de la RAE dice del narcotismo: estado más o menos profundo de adormecimiento que procede del uso de narcóticos, unas substancias que producen sopor, relajación muscular y embotamiento de la sensibilidad.
Es bien sabido que, en ocasiones, esos narcóticos son necesarios en medicina, mientras que otras veces son drogas productoras de "viajes" a un mundo irreal que acaba por constituirse en necesario por la adicción producida.
Es obvio que no me refiero a una sociedad en la que el narcotismo medicamentoso —necesario o no— esté generalizado. Hay otro modo, quizá peor, de embotar la sensibilidad de sociedades enteras.
No me refiero sólo a España. Por desgracia, un cierto sopor de las conciencias también es algo bastante global, un mal sueño, incluso una relajación que incapacita para la reacción ante lo no natural; incapacita de tal modo que llega a negarse la existencia de lo normal.
El letargo puede ser tan profundo que constituya un estado en el que la razón ha dejado de funcionar con cordura: se han impuesto unos eslóganes vacíos, pero tremendamente efectivos, se ha creado la sinrazón de lo políticamente correcto para impedir opinar de modo diverso al pensamiento dominante; se dominan los sentimientos para utilizarlos en la dirección deseada por el poderoso, evitando que se reflexione.
Basta aludir a que tal o cual tema es vivido de un modo en nuestro entorno para considerarlo silogismo suficiente e imponerlo en nuestra sociedad. Basta decir que una determinada postura es facha —sin más explicaciones— para desecharla sin motivación alguna. Basta afirmar que estamos en el siglo veintiuno para legalizar aberraciones.
Pero no es sólo quien detenta el poder. Todos nos hemos convertido en cómplices adormilados de una civilización tambaleante. Hemos perdido la sensibilidad o el atrevimiento de hablar y escribir con normalidad sin ser dictaminados como unos raros entes, parte de una "derechona" abominable o de una izquierda pasada. No es cuestión de unos pocos. Hay muchos narcotizados más o menos conscientes.
No quiero hacer un canto al catastrofismo, pero tampoco ese vocablo debe imponer el silencio impidiendo expresarse con libertad y claridad, con valentía habría que añadir, para hablar o escribir de lo que es normal. Hemos llegado a unas democracias que cada vez lo son menos porque paralizan algunas actitudes en beneficio de la moda del momento.
Y cuando esa moda es una cultura de muerte por el aborto, la eutanasia o los embriones de desecho, no se puede despachar con lo del entorno, con que no deseo la cárcel para ninguna mujer o con que ahogo las expectativas médicas de un posible descubrimiento que, además, no llega.
No se puede llamar salud reproductiva a la muerte de un inocente. No se puede imponer una asignatura sobre la citada salud, explicada para más inri por un agente exterior a la entidad educativa. No lo sé, pero ¿se atreverían Hitler o Stalin a tanto? Y la sociedad continúa bajo el efecto del narcótico que va consiguiendo la "normalidad" de todo eso.
Cuando se intenta evitar el aborto protegiendo la maternidad, se demoniza tal actitud llamándolo ley antiaborto. Pero ¿no habíamos quedado, hace no mucho tiempo, en que el aborto es un drama? ¿No será mejor procurar evitarlo para no matar a nadie ni traumatizar a mujeres de las que ya nunca se sabe más?
Podría pasar a otros puntos asombrosos, que ya no producen asombro, sino que son motivos de vanagloria, como el de gentes que se dicen liberales y se las dan de haber construido no sé cuantos cientos de colegios públicos, mientras adormilan a la iniciativa privada. O el de unos sindicatos posiblemente menos libres porque viven del erario público —de todos nosotros, según las decisiones del gobierno de turno—, lo que explica su implicación en actitudes estatalizantes.
Pero seguimos dominados por el narcótico, como sucede con la financiación de los partidos políticos que, por aparecer impolutos de toda influencia económica, tenemos que pagarlos entre todos y, además, recurrir a la financiación privada encubierta. Es comentario habitual que, presuntamente —hay que escribirlo así—, lo hacen todos.
Luego están los derechos relativos a la libertad religiosa, la libertad de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones, la libertad de expresión, el derecho a la intimidad, la objeción de conciencia, etc., que son vapuleados por leyes o por medios de comunicación en aras de la nueva religión del laicismo, que ésa sí puede imponerse.
Para algunas de esas libertades la mejor ley es la inexistente, porque son derechos connaturales al hombre. Basta la Declaración Universal de los Derechos del Hombre que, por cierto, es fuente interpretativa fundamental de nuestra Carta Magna.
Todos son problemas éticos serios. Por eso escribo sobre ellos, dejando muchos para otra ocasión. Y no se trata de imponer ninguna moral, sino de volver al sentido común que, por lo visto, continúa siendo el menos común de los sentidos.
Esta crisis no es sólo económica. Ya es hora de despertar del sueño, decía san Pablo a los romanos. ¿No será también nuestra hora? Quizá la euforia del mundial ayude a la lucidez.
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