JuanPablo2do.blogspot.com (Entrevista de Ludmila Hribar)
Esta es una “entrevista” [1] que debió haber sido una verdadera entrevista cara a cara, durante mi estancia en Roma el año pasado, pero no pudo ser. No obstante, el Prof. Juan José García-Noblejas gentilmente accedió a responder mis preguntas por mail que se publican hoy conmemorando el cuarto aniversario de aquella vigilia que envolvió el mundo en una unión casi sublime, sin precedentes, de silencio, respeto y oración.
La “entrevista” no es breve (me disculpo por preguntar tanto) pero quienes conocen al Prof. Noblejas seguramente la leerán de un tirón y a quienes no lo conocen les invitaría no solo a leerla sino que además les recomendaría que no dejen de visitar su excelente y enriquecedor blog. Y paso a la entrevista:
Profesor Noblejas, desde su preciosa “Elegía” en abril 2005, cuando el papa Juan Pablo II moría han pasado cuatro años. En aquel escrito, cargado de emoción, Ud. dejo desbordar su corazón de manera admirable. ¿Cómo ve en retrospectiva aquel "invisible hilo rojo" que unió en ese momento medios, espectadores y lectores de todo el mundo?
Ante todo, muchas gracias por hacerme hablar sobre Juan Pablo II, advirtiendo enseguida que las respuestas serán más pobres de lo que pueda imaginarse. Gracias de entrada, porque esta primera pregunta me ha obligado a releer aquella anotación apresurada en el blog, y revivir aquellos momentos, tan especiales por ser casi radicalmente únicos para todos y cada uno.
Es decir, momentos muy propensos para lograr que las personas nos enfrentáramos entonces —y sigamos haciéndolo ahora— precisamente con nuestro ser personas, seres únicos e irrepetibles, algo mucho más íntimo y sustancial que la posible dispersión de cada uno en los múltiples personajes profesionales o sociales que encarnamos cada día, según las circunstancias de nuestra vida.
Mirando aquellos días de abril de 2005 desde cuatro años de distancia, pienso que hoy sigue presente ese mismo “hilo rojo”, por muy invisible que ahora parezca: entiendo que consistió y consiste aún en una especie de “caer en la cuenta”, de ser conscientes (los demás que veía entonces y yo mismo) de lo que entonces escribí, sin pensarlo demasiado: el caso es que fueron momentos de caer en cuenta de la «increíble estatura moral de este gigante de la espiritualidad y de la historia. Y del impacto vital, la especie de "pacto de fidelidad en la radicalidad de la dignidad de las personas" que ha establecido con el mundo».
Esos momentos únicos, y la conciencia de estar ante una “persona” muy especial, también única, pienso que nos hizo repensar, considerar mejor que nosotros compartimos esa misma “condición personal”, y por eso nos sentíamos entonces orgullosos y tristes a un tiempo, en una mezcla de vivencias y sentimientos nada fáciles ni de razonar del todo, ni de repetir al cabo del tiempo.
Si no pareciera un poco fuera de lugar, diría que aquellos días de abril de 2005 fueron días profundamente “catárticos”. Es decir, días en los que supimos mucho más y mucho mejor acerca de nuestra identidad personal, no mediante una razonamiento teórico o académico, sino simplemente viendo y rememorando como en una totalidad rápida y esencial, la vida de Juan Pablo II, una vida personal excepcional en todos sus aspectos.
¿Y qué es lo que veíamos y vemos? Por una parte, que el ser personal que compartimos todos los humanos proviene de ser hijos de Dios, dignidad que veíamos en Juan Pablo II, y dignidad que también vivimos como hermanos e hijos de Juan Pablo II, en la medida en que él era el “dulce Cristo en la tierra”, como llamaba Catalina de Siena al Papa.
¿Considera que ese "pacto de fidelidad en la radicalidad de la dignidad de las personas" que Juan Pablo II había establecido con el mundo, en particular con los jóvenes, ha ido perdiendo fuerza o sigue presente?
Puesto que ese “pacto” no es sólo una cuestión emocional pasajera, sino más bien un hábito vital, tiendo a pensar que quienes vivimos aquellos días con un mínimo de atención, siendo jóvenes o menos jóvenes, no lo olvidaremos nunca, aunque quizá no aflore sentimentalmente cada rato.
No creo por tanto que en este sentido pierda fuerza. Pero el caso es que si —además del recuerdo de momentos especiales— de veras pensamos en la condición de Papa y en la naturaleza de la Iglesia, entonces sabremos que el Espíritu Santo está gobernando y guiando y sosteniendo y empujando a personas e instituciones en la Iglesia, a pesar de las rémoras personales e institucionales que nos inventamos. Porque los humanos, además de personas e hijos de Dios y del Papa, de modos diversos, entendámonos, somos bastante proclives a vivir como el hijo pródigo de la parábola… Y en tal caso, lo nuestro es básicamente volver…
En su escrito usted bien dice que el mundo ha cambiado mucho desde 1978 “más de lo que parece y se dice” y agrega “porque ha hecho que muchas personas se decidieran a ser mejores personas”. Lo palpaba en su entorno, ¿sigue siendo así? ¿Quisiera contarnos alguna historia, algún testimonio?
Desde luego que el mundo cambió mucho, y en términos generales a mucho mejor, con Juan Pablo II, de 1978 a 2005. Y sigo pensando que el cambio a mejor en los ámbitos públicos, políticos, sociales, culturales, etc. (con excepciones, como siempre) proviene del cambio libre decidido interiormente en las personas.
¿Una historia? Puedo contar que en una ocasión me encontraba entrevistando en su casa de París a un conocido periodista. Él —decía— pensaba en un momento determinado que, tras su conversión, se encontraba en una especie de trinchera, luchando a la defensiva junto a otros católicos, dispuesto a morir con las botas puestas… Luego —observando gente joven a su alrededor— comprobó con sorpresa que, siguiendo con la metáfora de la trinchera, en vez de esperar allí ataques enemigos, saltaban el parapeto y se lanzaban a conquistar el mundo… Aquello le hizo pensar que él bien podía hacer lo mismo, y que en definitiva —amén de la gracia de Dios— era algo que provenía en muy buena parte del ejemplo del Papa.
Residiendo en Roma usted habrá tenido más de una oportunidad de estar cerca de Juan Pablo II. ¿Compartiría con nosotros algún momento especial? ¿Quizás alguno celosamente guardado en su corazón?
Resido en Roma desde hace poco tiempo. De todos modos, he tenido la suerte de haber sido recibido en audiencia con un pequeño grupo de colegas profesionales del cine, y he podido comprobar su mirada de cariño sobrenatural, que no es un mero lugar común para hablar de un cariño especialmente grande o profundo, sino de una especie de mirada de cariño que llega desde la eternidad y tira hacia allá. Decirlo así queda cercano al ridículo, pero hay que correr estos riesgos si se quiere hablar mínimamente en serio de lo que supone la pregunta.
También he tenido ocasión de verle muy de cerca en otras ocasiones, pocas, en Roma. De la que conservo documento gráfico, sin embargo, es del día que pude estar con él un rato, después de que él cenara con la conferencia episcopal peruana, en la nunciatura de la ciudad de Lima, en Perú, en febrero de 1985. Me presentó un colega periodista italiano, que por haber trabajado hasta poco antes en la televisión italiana como “vaticanista”, era bien conocido de Juan Pablo II; estábamos realizando juntos un documental cultural por varios países sudamericanos.
Hicimos lo posible por coincidir en Lima con la estancia del Papa, y finalmente logramos llegar hasta la nunciatura, a pesar de un apagón de luz en buena parte de la ciudad, provocado —paradojas de la vida— por las gentes de “sendero luminoso”. Logré saludarle y estar allí un rato con él. Me preguntó a qué me dedicaba, y le conté de cosas académicas y profesionales en el mundo de la comunicación, y le dije que conocía mucha gente que rezaba por él y por sus intenciones en este viaje, y algunas cosas más que no son del caso.
Lo que se me quedó fue su mirada franca, abierta y también alegre y divertida, mientras me escuchaba. Como si aquello fuera lo único que tenía que hacer: escuchar a aquel tipo con gafas, algo calvo, que hablaba con entusiasmo. Entonces y desde luego más tarde, y ahora mismo, estoy convencido que en ese momento rezaba por mí y en cierto modo —ya lo digo sin pudor— tuve la impresión de ser mirado como si fuera aquel “joven rico” del evangelio que Jesús miró de un modo especial… Espero haber hecho (y seguir haciendo) las cosas algo mejor de lo que el evangelio cuenta acerca de la respuesta de aquel pobre chaval.
También he tenido la especial fortuna de poder rezar ante los restos mortales de Juan Pablo II, el 5 de abril de 2005, con unas pocas personas en la sala Clementina, antes de que llegaran las autoridades diplomáticas y eclesiásticas. Además de otras cosas, pude comprobar cómo el cirio que estaba junto a sus restos, al ir consumiéndose, iba quemando y llevándose por delante el dibujo del escudo papal grabado en la cera, mientras la llama hablaba de vida y de luz. Pienso que aquella imagen fue una genuina y veraz síntesis de su vida, algo que tuve la suerte —ya digo— de recibir de modo inesperado, como un regalo no buscado, y que conservo como algo muy especial.
¿Ha participado usted en algunas Jornadas junto a los jóvenes y Juan Pablo II? ¿Cómo vivió Roma las Jornadas de la Juventud del Jubileo, esas explosiones de alegría que con solo verlas por TV nos contagiaban el entusiasmo joven que se había apoderado de Roma?
Sí, he participado sólo en una Jornada, con Juan Pablo II, y creo que en pocas ocasiones o quizá en ninguna, me he divertido y reído más a gusto que en aquella en que —en el patio de San Dámaso— el Papa se partía literalmente de risa con las bobadas que hacía un payaso. Verle reírse a sus anchas provocaba una especial sintonía, lo mismo que verle seguir el ritmo de las melodías que alguien cantaba con su zapato pontificio, en el borde del balcón de aquel patio, y con una capa sobre los hombros, porque empezaba a atardecer y subir el fresco y la humedad de la primavera romana…
¿Cómo definiría la cátedra del sufrimiento de Juan Pablo II, para algunos motivo casi de escándalo y para otros uno de sus legados más preciados?
Creo que se puede decir que quiso prácticamente exhibir, o al menos no ocultar, sus debilidades físicas, propias de la edad y de los avatares quirúrgicos. En unos tiempos en los que sólo parece tener valor la vida de la gente en plenitud de juventud o en su primera madurez, pero no en la ancianidad y con la decrepitud propia de la vejez, pienso que Juan Pablo II quiso que apreciáramos también cómo una vida humana digna, también santificable, la vida que antecede más o menos inmediatamente a la muerte natural. Y el derecho de decisión de morir en su casa, en vez de hacerlo en un hospital.
Cierto que el cariño de los profesionales de la salud puede ser magnífico, pero Juan Pablo II quiso irse al cielo desde su cama y desde su habitación. También pienso que Joaquín Navarro-Valls, su portavoz, no escatimó ninguna información acerca de las idas y venidas de unos u otros síntomas y estados de la salud del Papa. Y entiendo que hizo aquello con el beneplácito y la confianza directa de Juan Pablo II. Un hombre que vivió sin miedo a la vida, no podía menos que dejar el impagable regalo de quien vive ejemplarmente sin miedo a la muerte.
¿Qué frases, palabras o gestos de Juan Pablo II le han llegado más? ¿Tuvo oportunidad de verlo rezar de cerca?
Me parece que la frase que más me ha quedado es una de las primeras que pronunció: “No tengáis miedo”. Imagino que esto es compartido por millones de personas. También pienso que todos o muchísimos millones de personas le hemos visto rezar, de cerca. Al menos, a través de la televisión. A veces había que hacer un pequeño esfuerzo para ver cómo pasaba las cuentas de un rosario con la mano medio escondida, en recorridos o ceremonias públicas.
Si tuviese que hablar del Siervo de Dios Juan Pablo II ante no creyentes, ¿como lo haría? ¿Lo ha hecho alguna vez?
Nunca me he encontrado en semejante situación explícita. No sé cómo lo haría, aunque quizá dijera algo semejante a lo hasta aquí contado.
Si le pedimos elegir o aconsejar, ¿cuál de entre las Encíclicas de Juan Pablo II escogería y porque?
Quizá la primera de sus catorce encíclicas, “Redemptor Hominis”: entre otras cosas, por aquello del ambicioso y católico deber de ir "hasta los últimos confines de la tierra".
¿De sus libros?
He de decir que el que releo más veces es “Cruzando el umbral de la esperanza”, escrito en respuesta a las preguntas de Vittorio Messori.
¿De sus mensajes o cartas?
No sé qué decir, sinceramente: tendría que hacer un repaso y no llega el tiempo. Puedo inclinarme por su “Carta a los artistas”, que he leído y pensado repetidas veces y que explícitamente dirige “a los que con apasionada entrega buscan nuevas epifanías de la belleza para ofrecerlas al mundo a través de la creación artística”.
Por último, y ya que usted lo preside, me parece oportuno hacer referencia al Seminario sobre la escritora americana Flannery O`Connor que tendrá lugar en la PUSC próximamente enlazándolo en cierta manera con sus recuerdos. Usted en un trabajo suyo titulado “El artista y el bien común” cita conjuntamente a Juan Pablo II, la escritora americana y a San Josemaría Escrivá. ¿Qué circulo trascendental mas allá de las palabras y lo cotidiano los une como artistas en la búsqueda de lo verdadero, lo perdurable?
Los tres, entiendo, han practicado y animado a practicar, cada cual a su modo y en sus circunstancias, las exigencias del sentido cristiano de vivir y trabajar como hijos de Dios, procurando llevar a término lo previsto en la creación divina, superando los obstáculos propios y ajenos y buscando dejar actuar o quitar obstáculos a la gracia de Dios. Los tres, con los pies sólidamente puestos en la tierra firme: en la realidad del compromiso con los detalles materiales, concretos, mínimos, de su quehacer; y al tiempo que el alma, o la cabeza y el corazón, vuela en busca de la intimidad divina, que allí mismo se encuentra. Tres convencidos de que Dios está en los detalles.
Profesor Noblejas sinceras gracias. Es un verdadero honor.
[1] Publicada el 1 de abril de 2009
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