Selección del artículo Correr tras el propio sombrero, de G.K. Chesterton
«Me produce una envidia casi incontrolable saber que Londres se ha inundado durante mi ausencia, mientras yo me limito a estar en el campo. Mi propio barrio de Battersea, por lo que he oído, se ha visto favorecido como particular lugar de encuentro de las aguas. (...) No hay nada tan perfectamente poético como una isla, y un barrio, cuando se inunda, se convierte en un archipiélago.
Hay quien opina que estas visiones románticas del agua o del fuego faltan ligeramente a la verdad. Pero, en realidad, la visión romántica de tales inconvenientes es tan práctica como la otra. El auténtico optimista, que ve en estas cosas una oportunidad para el disfrute, es al menos tan lógico —y mucho más sensato— que el consabido “contribuyente indignado”, que sólo ve en ellas una ocasión para quejarse.
El verdadero dolor, como cuando a uno lo queman vivo en la plaza pública de Smithfield, o le duelen las muelas, es un hecho objetivo; soportable, aunque escasamente placentero. Pero al fin y al cabo, los dolores de muelas son algo excepcional, y que a uno lo quemen en Smithfield es cosa que sólo sucede cada mucho tiempo.
La mayoría de los inconvenientes que hacen blasfemar a los hombres y llorar a las mujeres son, en realidad, inconvenientes de índole sentimental o ficticia, pertenecientes todos al ámbito de la imaginación. Por ejemplo, a menudo oímos a los adultos quejarse por tener que esperar el tren en una estación.
¿Han oído quejarse alguna vez a un niño de tener que esperar al tren en una estación? No, porque para él estar en una estación de ferrocarril es como estar en una caverna maravillosa, o en un palacio de poéticos placeres. Porque para él las luces rojas y verdes de las señales son como un nuevo sol y una nueva luna. Porque para él, cuando el brazo de madera de la señal cae de repente, es como si un gran rey hubiera arrojado su cetro al suelo como señal y hubiera dado comienzo a un ensordecedor torneo entre trenes. (...)
El mismo principio puede aplicarse a cualquier otra típica preocupación doméstica. Por ejemplo, el caballero que trata de sacar una mosca de un vaso de leche o un trozo de corcho de su copa de vino cree a menudo estar irritado. Dejémosle pensar por un instante en la paciencia de un pescador sentado junto a un sombrío estanque y su alma se verá henchida al instante de gratitud y reposo.
Y aún más, he conocido a gente de ideas muy modernas que, llevada por su irritación, se veía impelida a emplear términos teológicos, sólo porque un cajón se había atascado y no podían abrirlo. A un amigo mío le afectaba particularmente este problema. Cada día su cajón se atascaba y, en consecuencia, todos los días encontraba algo con lo que rimara.
Pero le señalé que su sentido de lo malo era, en realidad, subjetivo y relativo: se basaba por completo en la presunción de que el cajón podía, debía y tendría que abrirse con facilidad. “Pero —le dije— si imaginaras que te las estás viendo con algún enemigo poderoso y tiránico, la lucha se convertiría en algo emocionante y no exasperante. Imagina que estás remolcando un bote salvavidas fuera del agua. Imagina que estás izando con una cuerda a un semejante que se hubiera caído en una grieta alpina. Imagina incluso que vuelves a ser un muchacho y estás en mitad de un reñido combate entre ingleses y franceses”.
Poco después de decirle aquello me marché, pero no me cabe la menor duda de que mis palabras fueron fructíferas. Estoy seguro de que todos los días de su vida agarrará el tirador del cajón con los ojos brillantes y el rostro encendido por la batalla, mientras se jalea a sí mismo y le parece oír a su alrededor el clamor de los aplausos.
Así que no creo que sea en absoluto fantasioso o increíble pensar que incluso las inundaciones de Londres puedan tomarse y disfrutarse poéticamente. No parece que hayan provocado más que inconvenientes; y los inconvenientes, como ya he dicho, no son más que el aspecto más accidental y menos imaginativo de una situación verdaderamente romántica.
Una aventura no es más que un inconveniente convenientemente considerado. Un inconveniente es sólo una aventura considerada equivocadamente. El agua que rodeó las casas y tiendas de Londres debería, en todo caso, haber aumentado su encanto y embrujo previos. Pues como dijo el sacerdote católico y romano del cuento: “El vino con todo casa excepto con el agua” y, por un principio similar, el agua casa con todo excepto con el vino».
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Selección del artículo Correr tras el propio sombrero, publicado originalmente en All Things considered (1908) y recientemente publicado en castellano en el volumen G. K. Chesterton, Correr tras el propio sombrero (y otros ensayos), El Acantilado, Barcelona 2005. Selección y prólogo de Alberto Manguel. Traducción de Miguel Temprano García.