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«Siempre que volvíamos por la calle de San José estaba el niño tonto a la puerta de su casa, sentado en su sillita, mirando el pasar de los otros. Era uno de esos pobres niños a quienes no llega nunca el don de la palabra ni el regalo de la gracia; niño alegre él y triste de ver; todo para su madre, nada para los demás» [Juan Ramón Jiménez, Platero y yo, Taurus, Madrid 1967, 4a ed., p. 36].
«”Todo para su madre, nada para los demás”. ¡Qué maravilloso monumento a la figura materna! ¡Cuánta poesía, y cuánto saber hondamente humano, encerrados en estas pocas líneas! ¡Toda una doctrina implícita sobre la institución familiar! Implícita, porque ni Juan Ramón Jiménez ni la madre de nuestra cita han elaborado sutiles distingos en torno al diferente modo de conceptuar a las personas en el seno del hogar y en los restantes ámbitos sociales. No hay teoría ni enrevesadas lucubraciones. Y, sin embargo, el mensaje llega, y llega con toda su fuerza»; así comenzaba el profesor Tomás Melendo su intervención en un Congreso Nacional de Orientación Familiar, bajo el título Familia, verdad, libertad [1].
¿Cómo se explica que para la madre el niño sea “todo” y para el resto del pueblo “nada”?. Una respuesta bastante aproximada podría ser: por el modo de ver, o quizá, más bien de mirar, y aún mejor, de conocer y entender o “inteligir”, como se dice en el viejo latín: “intelligere”, esto es “intus legere”, leer “dentro” del ser que es ese niño. El pueblo no ve, no mira, no lee “intus” (dentro). Se queda en la superficie, en un modo externo de moverse, de pronunciar palabras o de mover el pequeño cuerpo. El pueblo –la plebe– se queda en la cosa, la madre ve la persona.
La madre y el fino observador Juan Ramón perciben un todo en lo que los demás ven cosa para tomarse a chacota. Lo que hoy, enfáticamente, llamamos quizá “cultura actual” se suele mover en lo epidérmico de la realidad, en la espuma de la cerveza, en las burbujas del champán, en los fenómenos de los acontecimientos y de las personas. No calan en “el ser” de lo real.
Muchos saben del “olvido del ser” en la filosofía moderna y posmoderna. Pero no vamos a entrar, si es posible, en tecnicismos. Lo cierto es que si es verdad que existe un gran movimiento por la dignidad de “la persona” en general, gracias a la cultura occidental de raíces judeocristianas, lo cierto es que contemporáneamente se mueve una contracorriente de igual o mayor fuerza que, en concreto, pierde de vista lo que la persona “es”, justamente desde el mismo momento en que es lo que comunmente llamamos –al menos desde hace veinte siglos– “persona”, o “ser humano”.
Se ha dudado de la personeidad de los indios, de los negros y hasta de la mujer, en otros contextos culturales. Pero quienes han tenido como referente la Biblia, siempre han sido conscientes de que todo ser humano es un ser creado a imagen de Dios, hecho a su semejanza. De ahí su dignidad nativa, que no se debe a concesión de nadie sino sólo a su propio ser, que es obra de Dios. De ahí que cuando se pierde de vista a Dios, por más que se suspire por la dignidad humana y se firmen declaraciones internacionales sobre “derechos humanos”, en la práctica resulten papel mojado, cuando los “derechos” se oponen a los intereses de los más fuertes y éstos gozan de suficiente poder.
Se puede construir un mundo sin Dios, pero entonces no se puede evitar que el mundo se vuelva contra el hombre, comenzando por los más débiles. La experiencia histórica resulta elocuente, la humanidad –las personas singulares en el seno de la humanidad– no tiene salvación sin Dios. No se trata de una prédica barata sino de un brochazo indicativo de una secular experiencia histórica.
Cierto que ha habido creyentes que han pisoteado los derechos humanos de un modo repugnante en múltiples ocasiones. También ha habido y hay médicos que en lugar de curar matan y no por ello abominamos de los médicos y menos aún de la medicina. Ahora está de modo sacar a la luz exagerando números y tergiversando datos, a los curas infieles. No pretendo excusar lo inexcusable. Más de una vez he predicado aquellos ripios de autor para mí desconocido: «cura que en la vecindad / anda con desenvoltura / para qué le llaman cura / si es la misma enfermedad». Si hay curas que no curan, como hay médicos que asesinan, ¿vamos a eliminar o a desacreditar al sacerdocio, a la Iglesia y hasta a Dios?
Si la salud corporal, en cierta medida se halla en manos de los médicos, la salud mental y social, la libertad individual y colectiva, la felicidad posible de las personas y de los pueblos, depende, a todas luces, de su apertura a luz que viene de Dios. Dios es el único garante de la dignidad de la persona; el único que nos salva de ver al ser humano no sólo epidérmicamente, sino en la hondura de su capacidad de amar. Y el amor, en su sentido más propio, implica conocimiento de la persona en profundidad, encuentro del otro yo, capaz de compartir conmigo verdad, bondad, belleza, libertad.
Todo esto, que se dice pronto pero son valores que se levantan esencialmente por encima de cualquier valor material, lo encuentra una madre en su “hijo tonto”. ¿Cómo es posible? Porque ama y ve; porque es verdad que su hijo es persona y toda persona –al margen de lo que tiene o pueda tener– “es” un ser eminente, con más de tres dimensiones, y más de cuatro, si admitimos con Einstein que el universo material tiene cuatro. Tiene una dimensión espiritual inmortal, participa en cierta medida de la eternidad de Dios.
El antecedente de sus dimensiones corporales pueden ser sus padres y remontando siglos, el chimpancé –vaya usted a saber–, pero el antecedente de su dimensión espiritual sólo es el Espíritu Personal Eterno, Creador Libérrimo y Absoluto, es decir, Dios. Dios ha amado en su eternidad al niño tonto y un día lo ha puesto en el seno de su madre y otro día lo llevará a su Seno eterno para gozar de Su felicidad eterna en Él.
Al niño tonto también le hemos de ver a la luz de las palabras que T. Melendo dice del ser humano en cuanto tal: «¡Dios lo ha considerado y lo ha hecho digno de su amor infinito! y, más aún, en su correlativa capacidad de amar. La mejor manera de adentrarse hasta el núcleo caracterizador de la persona humana, hasta su misma raíz metafísica, consiste en advertir que el Absoluto la ha conceptuado digna de su amor, destinándola, al crearla, a ser un interlocutor del Amor divino por toda la eternidad. Ahí se condensa el fondo más radical y la explicación postrera y definitiva de lo que configura a la persona humana» [1].
El amor, lejos de ser ciego, resulta clarividente: hace nacer, vigorosos, los verdaderos contornos del amado. Sólo para el amor –dice Robert Spaemann– «llega a ser la realidad real en su pleno sentido, la realidad del otro como la nuestra propia» [Robert Spaemann, Lo natural y lo racional, Rialp, Madrid 1989, pp. 154‑155].
«Únicamente el amor torna realmente reales a los seres queridos. Quien no es amado, no es. ¿Pruebas? Escojo una entre miles. En nuestro deambular cotidiano por el corazón de las ciudades nos topamos de continuo con muchedumbres de individuos que, para nosotros, en realidad no existen. Sujetos que no nos dicen nada, a los que ni siquiera advertimos, que somos incapaces de recordar. Porque, por los motivos que fuere, no los queremos. ¡Cómo cambia el panorama al llegar al trabajo, reunirnos con el grupo de amigos o, sobre todo, al volver a casa! Allí sí que nos sentimos rodeados de seres realmente reales: personas y problemas que, muy lejos de dejarnos indiferentes, nos importan, nos incumben, modifican nuestra conducta: son. Si no los amáramos, decaerían de inmediato de su condición real‑personal; dejarían, para nosotros, de ser; se incorporarían al anonimato de cuantos no merecen atención y cuidado, porque desde nuestra perspectiva en realidad no existen» [1].
«Una primera consecuencia: existe un nexo estructural indisoluble entre las tres realidades que dan título a nuestra intervención: familia, amor, persona. Ninguna de las tres se sostiene, y ni siquiera llega a cobrar vida, sin el apoyo entrañable de las otras dos. No hay familia sin personas; no hay personas sin familia; no hay familias ni personas sin amor». Juan Pablo II lo afirmaba tajante en esa Carta Magna de la realidad familiar que constituye la Familiaris Consortio: «La familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas; del hombre y de la mujer esposos, de los padres y de los hijos, de los parientes. Su primer cometido es el de vivir fielmente la realidad de la comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de personas. El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de tal cometido es el amor, así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas, así también sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad de personas» [Familiaris consortio, 22‑XI‑1981, núm. 18] [1].
En una familia, lo que desde fuera resulta repulsivo o al menos digno de compasión, desde dentro, en lo hondo, es otra cosa, es eminencia, excelencia, sobreabundancia de ser, hontanar de amor. Es persona. El niño tonto de la calle de San José, el niño tonto de Juan Ramón, el niño tonto alegre, triste de ver por la plebe, es “un todo”, es todo para su madre; no sólo “hace familia”, es imán unitivo, cemento, luz, consuelo, tesoro. He conocido a más de uno. Si alguien no ha tenido esa suerte, que haga todo lo posible por conseguirlo. No se arrepentirá.
[1] Tomás Melendo, Familia, ¡Sé lo que eres! , Ed. Rialp, Madrid, 2003, cap. I.
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