En modo alguno significa dar primacía a espiritualismos más o menos desencarnados
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A raíz de la decisión de Benedicto XVI de crear un consejo pontificio dedicado principalmente a impulsar la llamada “nueva evangelización”, he revisado el texto de la exhortación apostólica de Juan Pablo II sobre la Iglesia en Europa. Su origen está en el Sínodo de obispos celebrado inmediatamente antes del Jubileo del año 2000, del 1 al 23 de octubre de 1999. Pero el texto no se promulgó hasta el 28 de junio de 2003.
La Asamblea de obispos se proponía analizar la situación de la Iglesia en Europa y ofrecer indicaciones para promover un nuevo anuncio del Evangelio. Se trataba de una cuestión de entidad, pues ya se había celebrado otro Sínodo en 1991 centrado en Europa. La herencia cristiana tenía que dar frutos palpables. El viejo continente disponía de luces capaces de superar las graves incertidumbres que, desde los campos cultural, antropológico, ético y espiritual, proyectaban sombras sobre la fe.
La coyuntura apenas ha cambiado, y el documento pontificio conserva mucha vigencia. Porque sigue prevaleciendo cierto cansancio, que impide la afirmación gallarda de las convicciones. En España se complica con el endémico déficit de formación intelectual de los laicos, que impide dar razón de su esperanza. Si antiguamente se refugiaron en el fideísmo, ahora apelan demasiadas veces a un ambiguo agnosticismo. Asombra el contraste entre el miedo a afirmar la fe y la desfachatez de tantas declaraciones de indiferencia o de falta de práctica religiosa.
Pero, para el conjunto del continente, un gran motivo de esperanza es la recuperación de la libertad de la Iglesia en Europa del Este; a este se añade la conciencia cada vez más clara de que los católicos, como los primeros cristianos, deben concentrarse en su misión espiritual y apostólica, dando prioridad al compromiso evangelizador en sus relaciones con las realidades profesionales, sociales o políticas. Sin duda, a esa eficacia contribuye la mayor presencia de la mujer en las estructuras y en los diversos ámbitos de la comunidad cristiana.
De todos modos, la exhortación de Juan Pablo II no ocultaba el hecho de que en Europa, y España no es por desgracia excepción, crecía el número de las personas no bautizadas. Por eso es necesario también un primer anuncio del Evangelio, que llevaba al entonces Papa a evocar la súplica que resonó en los albores del primer milenio, cuando, en la famosa visión paulina, un macedonio se apareció con una petición urgente: “Pasa por Macedonia y ayúdanos” (Hch 16, 9).
En esa tarea, es preciso dilucidar las connotaciones introducidas por las grandes manifestaciones culturales de los dos últimos siglos, que han proyectado también sombras sobre la integridad del Evangelio. El problema se planteó también a los primeros cristianos, que buscaron soluciones y no siempre coincidieron, como se comprueba en la diversidad de enfoques de Ireneo de Lyón y Clemente de Alejandría.
Pero la clave, de la que es buen ejemplo el propio Benedicto XVI, radica ahora como entonces en centrar la predicación de la fe en la persona de Jesucristo, presentado “no sólo como modelo ético, sino ante todo como el Hijo de Dios, el Salvador único y necesario para todos, que vive y actúa en su Iglesia”. Buenas pistas se encuentran en el Catecismo de la Iglesia Católica, tanto en su versión íntegra de 1992, como en su Compendio de 2005, aprobado ya por Benedicto XVI.
A la vez, para poder atender al deseo de espiritualidad que se advierte en tantas personas y ambientes, los pastores de la Iglesia deberían redescubrir con nueva intensidad el sentido del “misterio”, especialmente en las celebraciones litúrgicas, “para que sean signos más elocuentes de la presencia de Cristo, el Señor; en proporcionar nuevos espacios para el silencio, la oración y la contemplación; en volver a los Sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Penitencia, como fuente de libertad y de nueva esperanza”.
En modo alguno significa dar primacía a espiritualismos más o menos desencarnados. Porque, y así lo confirma el magisterio de Benedicto XVI, las virtudes teologales tienen como un efecto expansivo hacia el servicio solidario a los hombres y la sociedad. Para el creyente, los pobres, o los inmigrantes, o los desempleados, o los enfermos, o los que viven en soledad, ocupan un lugar prioritario en sus afectos y, cuando es posible, en su trabajo profesional o en su tiempo de voluntariado. En los demás, ve personas que valen por sí mismas, por lo que son, no por lo que tienen ni por sus condiciones económicas, culturales o sociales.
Juan Pablo II dejó claro en esta exhortación de 2003, como había hecho en la Asamblea general de la ONU, que la Iglesia no tiene nostalgia alguna del Estado confesional. Tampoco cuando deplora el laicismo o la separación hostil entre instituciones civiles y confesiones religiosas. Por eso, consideraba, y sigue siendo válido, que “en el proceso de integración del Continente, es de importancia capital tener en cuenta que la unión no tendrá solidez si queda reducida sólo a la dimensión geográfica y económica, pues ha de consistir ante todo en una concordia sobre los valores, que se exprese en el derecho y en la vida”.