Antes de preguntar si existe Dios, tendríamos que preguntarnos si nos lo merecemos
ABC
Al no estar protegido por ningún copyright (¿quién se acuerda, hoy por hoy, del segundo mandamiento?) el nombre de Dios no es que se tome en vano, es que se toma, a veces, por el pito del sereno. Ahí tienen, por ejemplo, lo de «la máquina de Dios», un tubo de ensayo gigantesco en el que los científicos pretenden reeditar el Génesis.
O lo de la «la partícula de Dios» —tan jaleada en los corrillos de internet en las últimas fechas— que sería algo así como el abracadabra del Big Bang, el preparados–listos–ya del universo. Total, que mucha investigación, mucho empirismo, mucha modernidad y mucho cuento, para acabar, a la postre, donde siempre. En el fumadero en el que se despacha el genuino opio del pueblo.
Porque, si fuese cierto eso de que el Altísimo se ha convertido en un liliputiense, ¿a qué diablos viene el enfermizo empeño por revestirse con sus galas y usurpar sus señas? Si la física hace servir la metafísica a guisa de cachava o andaderas, ¿habrá que suponer que el ser humano necesita creer hasta cuando descree? Lo que resulta obvio, le pese a quien le pese, es que, sin el concurso de la divinidad, no hay quien venda una escoba a cuenta de los fabulosos éxitos de la teología experimental y del creacionismo de probeta.
Que un sofisticadísimo artilugio denominado LHC termine siendo el «Deus ex machina» que nos permita enjalbegar el corazón de las tinieblas, es, sin lugar a dudas, una buena noticia, un verdadero «tour de force» de la sapiencia. Lo malo es obcecarse en mezclar churras con merinas y confundir las nalgas con las témporas.
El sueño de la razón engendra monstruos que no cesan de alumbrar estupideces. La última —«last but not least», naturalmente— es que, a partir de ahora, tendremos que sustituir el Libro por un libreto a tono con los nuevos tiempos. «En el principio era el Bosón de Higgs», vayan tomando nota y advertidos quedan. Cosa distinta es que el oscurantismo, la reacción y el beaterio se nieguen a apearse de las viejas palabras y del dogmatismo añejo: «En el principio era el Verbo».
Dios no juega a los dados —aseguraba el señor Einstein—, mas, a lo que parece, son legión los que tratan de hacerle morder el polvo jugando a la Play Station. El hombre que puso el infinito en solfa y que (dicho a lo bruto, o, al menos, a voleo) supo meter al cosmos en vereda, se refería al Creador con bastante frecuencia.
Y, aunque no fuera amigo de sinagogas ni de iglesias, siempre lo hizo con respeto. Daba el perfil de aquel «ateo virtuoso» que, a la manera de Spinoza, rastrea en lo fugaz la huella de lo eterno. Que paladea sin reservas la belleza del mundo y se ríe sin freno con los cortes de mangas del sastre de Samuel Beckett:
— El cliente: Dios ha hecho el mundo en seis días y usted..., usted no es capaz de hacerme un pantalón en seis meses.
— El sastre: Pero señor, mire el mundo, mire su pantalón y admire la diferencia.
Lo cual, que el señor Einstein —que era un genio risueño— se partía de risa; reía a calzón quitado y a pernera suelta. Y seguro que al Señor también le cayó en gracia un chiste tan ingenuo, a la par que tan serio. «La máquina de Dios», por contra, es una memez obscena y «la partícula de ídem» bordea lo siniestro. Al cabo, antes de preguntar si existe Dios, tendríamos que preguntarnos si nos lo merecemos.