Pero no es una cuestión meramente económica provocada por la crisis
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El declive del compromiso matrimonial y la opción por las relaciones efímeras o la brutal caída de la natalidad son algunas de las causas del miedo al futuro
Hay miedo al futuro. Pero no es una cuestión meramente económica, provocada por la crisis. Hace tiempo que el miedo al futuro empapa una crisis mucho más profunda, localizada en las raíces mismas de la sociedad y del mundo personal actualmente vigente.
Se pueden detectar causas y consecuencias de ese miedo al futuro. Entre las segundas, que pueden ser evidentes, a modo de síntomas fácilmente perceptibles de que algo va mal, apuntaría las siguientes: el declive del compromiso matrimonial y la opción por las relaciones efímeras o informales; la brutal caída de la natalidad derivada de la eliminación del deseo de procrear, y que incluso elimina al propio hijo si ha sido engendrado sin la preceptiva compañía del deseo; el consumo frenético, tanto de bienes materiales cada vez menos duraderos como de diversiones de todo tipo, en cualquier caso adquisiciones necesarias para entretener un tiempo —el de la vida— esencialmente vacío, y para distraer del advenimiento de una posteridad que se presume igualmente hueca; la difusión a través de los medios de comunicación de una "cultura" del placer inmediato, de la vivencia vertiginosa del estricto presente, un carpe diem ayuno de conceptos como proyecto, responsabilidad o tradición, que forman parte del hilo conductor de la vida humana.
Un síntoma particularmente alarmante reside en la actitud de nuestra juventud. En buena medida, pese a su creciente incultura, se siente de vuelta de todo, y ello se aprecia en su bagaje de prejuicios, su desprecio a la autoridad, su soberbia y su mala educación.
Pero lo peor es que la juventud no parece joven, sino prematuramente envejecida, como quien espera la inminente llegada de la muerte. Le aterra el compromiso, el riesgo vital trascendente —no el puramente físico, aunque sea temerario o hasta suicida, porque produce un estremecimiento súbito—, y la única posteridad que desean es la de una comodidad garantizada con la sola compañía de quien no pueda alterarla.
Por supuesto, es una generalización que no afecta a todos, pero se trata de una epidemia que se extiende. Se carece de ilusión, en sentido moral, por aspirar a lo mejor, espiritualmente hablando, e importa en su lugar lo inmanente y material —y aquí incluyo el nivel sentimental, entendido como goce sensible-.
Si se propone a estos jóvenes un modelo de vida como el de nuestros padres o abuelos, basado en la estabilidad de pareja, la formación de la familia, la fidelidad o el sacrificio, estallan en carcajadas, porque, aunque les pueda parecer bonito, lo consideran irrealizable.
No es que sea más irrealizable ahora que para nuestros padres o abuelos; sin embargo, el miedo al futuro asfixia estas almas de biografía incipiente y ellas mismas cercenan sus posibilidades renegando de la libertad. Antaño, a la juventud le atraían los ideales que constituían un desafío: el código caballeresco o la ambición revolucionaria son sólo una muestra de lo que ha sido universal. No importaba el obstáculo si el objeto lo merecía.
Hoy sólo resulta atractivo lo que carece de dificultades, aunque no sea lo mejor, ni siquiera lo bueno, incluso aunque sea pernicioso a medio o largo plazo. No se aspira a lo mejor, sino a lo más fácil, y eso hace que el futuro se angoste, suprimiendo posibles trayectorias, escatimando esfuerzos, reservando ímpetus para así paladear en exclusiva el presente, sin nada que dejar a quienes vengan detrás.
Analizando la actual caída de la natalidad, un columnista apuntaba que las sociedades que no tienen hijos son aquellas en las que se ha perdido el amor a Dios o el amor a la patria. Señalaba que estos dos factores siguen presentes en los Estados Unidos, por lo que continúa siendo una sociedad pujante; que el primero rige aún en el mundo islámico, y su excedente demográfico nos inunda; y que al menos el segundo permanece en países como Francia, lo que le permite sobrevivir.
Pero otros, como España, han abominado de estos amores comprometidos y sacrificados, que no agotan el horizonte vital en uno mismo y sus complacencias, y por ello se extinguen sin remedio. Podríamos apuntar otras causas del miedo al futuro, pero ésta nos parece profunda y posiblemente se encuentre en la raíz de todo.