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Un nihilismo con humor y una filosofía de asombro y agradecimiento llevaron al genial escritor a una fe enraízada en la vida y la cultura [1].
Gilbert Keith Chesterton nació en 1874 y no se convirtió al catolicismo hasta 1922. Es a partir de ese momento que escribe sus ensayos dedicados a dos genios del cristianismo: Santo Tomás de Aquino y San Francisco de Asís y también su Autobiografía.
Sin embargo, cualquiera que lea su producción anterior llega a la conclusión de que Chesterton ya era católico mucho antes de su bautismo. Basta para ello fijarse en algunos de sus escritos anteriores a 1922 como Ortodoxia (1908), La Esfera y la Cruz (1910) o las novelas policíacas protagonizadas por el católico padre Brown.
«El motivo de mi conversión estriba en que el catolicismo es verdadero»
Mario Fazio, en un artículo titulado Chesterton, la filosofía del asombro agradecido [2], señala, siguiendo la Autobiografía del polemista inglés cinco etapas que vamos a recorrer.
La primera es la de la infancia, de la que Chesterton dice:
«De niño, yo tenía una especie de asombro confiado al contemplar el manzano como un manzano. Estaba seguro de ello y también seguro de la sorpresa que me producía; tan seguro como que Dios creó las manzanas. Podían ser manzanitas pequeñas como yo, pero eran también sólidas como yo». (Autobiografía, p. 53).
Esa capacidad de contemplar la realidad tal como es, sin reducirla a los prejuicios, como sucedía con el escepticismo que triunfaba en su época, la mantuvo Chesterton durante toda su vida. No intentaba explicar la realidad en base a sus concepciones, sino que se dejaba guiar por ella. De hecho Chesterton nunca perdió la fascinación infantil frente al mundo. George Weigel ha dicho de él que «fue siempre un joven como de unos cinco años». Y, utilizando una expresión de este autor podemos decir también que para Chesterton era evidente que los datos cantan.
La segunda fase corresponde a la de su juventud. En la Autobiografía lleva el sugerente título de “Cómo ser un lunático”. Antes, en la caracterización del paso de la infancia a la adolescencia había señalado:
«Habíamos empezado a ser lo que los niños no son: esnobs. Los niños purifican los papeles teatrales que interpretan cuando dicen: “vamos a hacer de”, nosotros simplemente lo hacíamos» (A, 66).
La juventud de Chesterton estuvo repleta de «dudas, morbidez y tentaciones», que le «dejaron para siempre la certeza de la objetiva solidez del pecado» (A, 83). Podemos decir que el cándido Gilbert entró en una noche oscura, o mejor en un túnel. También dirá que «el ambiente de mi juventud no era sólo el ateísmo, sino la ortodoxia atea, y esa postura gozaba de prestigio». Y en Ortodoxia «a la edad de doce años era yo un poco pagano, y a los dieciocho era un completo agnóstico, cada vez más hundido en un suicidio espiritual».
De aquellos días podemos decir que Chesterton entró en depresión. Como él mismo señala había días en que al llegar a su casa se tumbaba en la cama y sólo era capaz de leer novelas de Dickens. En este autor veía Chesterton una continuación de la Merry England, la feliz Inglaterra. Y le sorprendía el espacio que dejaba para la humanidad. Dickens no se dejaba llevar por un vago sentimentalismo, sino que sentía una verdadera simpatía por las personas, y ello Chesterton lo atribuía a la fe cristiana.
Durante su juventud Chesterton se sintió atraído por el espiritismo, que abandonó porque le producía dolores de cabeza. Durante esa época se matriculó en una escuela de Artes para aprender a pintar. Estaba de moda el impresionismo, que él vincula al escepticismo.
«Creo que en el impresionismo había un significado espiritual relacionado con esta era de escepticismo. Quiero decir que ilustra el escepticismo en lo que tiene de subjetivismo. Su principio era que si lo único que se veía de una vaca era una línea blanca y una sombra púrpura, sólo debíamos plasmar la línea y la sombra; en cierto sentido, deberíamos creer en la línea y en la sombra más que en la vaca» (A. 101).
Era, pues, una filosofía, que se presta a la afirmación de que las cosas sólo existen como las percibimos o que, quizás, ni siquiera existen.
Chesterton se sorprende, en la juventud, de «la enorme rapidez con la que se cree estar de vuelta de lo fundamental y con la que incluso se niega lo fundamental». Al repasar esa época de su vida se da cuenta de que «estaba llevando a su propio límite el escepticismo de mi época». Y añade con notable sentido del humor: «El ateo me decía con mucha solemnidad que no creía que existiera ningún dios, y había momentos en los que yo ni siquiera creía que hubiera ningún ateo» (A. 102).
Fue una época muy dura: «Lo cierto es que descendí lo suficiente como para descubrir al demonio e incluso, de una forma oscura, para reconocer al demonio. Nunca, por lo menos, ni siquiera en esta primera etapa confusa y escéptica, me abandoné totalmente a las ideas del momento sobre la relatividad del mal o la irrealidad del pecado» (A. 103).
Años más tarde, cuando entra en relación con el sacerdote John O'Connor, que inspiró el personaje del Padre Brown, y le expone su experiencia del mal, descubre con asombro que «el padre O'Connor había sondeado aquellos abismos mucho más que yo. Me quedé sorprendido de mi propia sorpresa. Que la Iglesia Católica estuviera más enterada del bien que yo, era fácil de creer. Que estuviera más enterada del mal, me parecía increíble. El padre O'Connor conocía los horrores del mundo y no se escandalizaba, pues su pertenencia a la Iglesia Católica le hacía depositario de un gran tesoro: la misericordia».
En cualquier caso la juventud fue para Chesterton una época de holgazanería, anarquía moral y por poco llega al suicidio espiritual. ¿Cómo salió de ese infierno?
«Mi aceptación del universo no es optimismo; es, más bien, una especie de patriotismo»
La lectura de Chesterton, tanto de sus ensayos como de sus novelas, deja siempre en el autor un sentimiento de esperanza. No se puede leer a este autor y caer en la melancolía. Probablemente ello se deba al método que inventó para salir de la postración a que le condujo el pensamiento y la vida de su juventud.
Escribe en su Autobiografía: «Cuando ya llevaba cierto tiempo sumido en las profundidades del pesimismo contemporáneo, sentí en mi interior un gran impulso a la rebeldía: desalojar aquel íncubo o librarme de aquella pesadilla». Intentó solucionar el problema él solo, sin ayuda de nadie y descubrió que «la mera existencia, reducida a sus límites más primarios, era lo bastante extraordinaria como para ser emocionante. Cualquier cosa era magnífica comparada con la nada y aunque la luz del día fuera un sueño era una ensoñación, no una pesadilla».
Por tanto añade aquí Chesterton, a la capacidad de asombro de su infancia, el agradecimiento. Y ese agradecimiento lo lleva hasta lo más simple, como los brazos o las piernas o cualquier vida que viva. A ello le ayudaron los pocos autores “optimistas de la época”, como Walt Whitman o Stevenson, al que admiraba desde siempre. Era también una corroboración de lo que había dicho, muchos años antes, su abuelo puritano: «Daría gracias a Dios por haberme creado aunque supiera que mi alma estaba condenada» (A. 20).
Y añade:
«Deseaba decir, tanto si conseguí decirlo como si no, que nadie sabe hasta qué punto es optimista —aunque se tenga por pesimista— porque no ha medido realmente la profundidad de su deuda con lo que le creó y le permitió considerarse algo» (A. 105).
Y de ahí nace el deseo firme de escribir contra los decadentes y pesimistas que gobernaban la cultura de su época. Y así acaba su tercera época, con la victoria sobre la depresión y una mirada nueva sobre la vida y el mundo.
En la cuarta etapa Chesterton empieza a investigar las creencias cristianas. Después de investigar las corrientes teosóficas de su época, y de entrar en contacto con algunos miembros del credo anglicano, nos dice:
«Comencé a examinar más atentamente la teología cristiana general que muchos detestaban y pocos examinaban. Pronto descubrí que realmente se correspondía con muchas de estas experiencias vitales y que incluso sus paradojas de correspondían con las paradojas de la vida» (A. 201).
Al mismo tiempo nuestro autor constata que en la sociedad de su época se van abriendo huecos, hay verdades que van cayendo, y cada vez la vida se aleja más de un principio básico moral y metafísico en que apoyarse. De esa manera se daban esas contradicciones, que perviven aún con más fuerza en nuestro tiempo, en que alguien puede ser filántropo y al mismo tiempo defender la lucha por la vida darwiniana como principio filosófico irrenunciable.
En su estudio del cristianismo Chesterton constata algo: «la vieja teoría teológica parecía, bien que mal, encajar en la experiencia, mientras que las nuevas y negativas teorías no encajaban en nada y menos aún entre sí mismas». Chesterton, que defendió el sentido común de la mejor manera posible, esto es ejerciéndolo, aplica un principio muy simple: hay que acertar como verdadero lo que mejor ilumina la realidad. Negarlo es absurdo. Por lo mismo también carece de sentido aceptar teóricamente lo que no ayuda a comprender mejor la vida.
En un artículo publicado en el Daily News argumentó así contra el escepticismo:
«Yo creo —porque así lo afirman fuentes autorizadas— que el mundo es redondo. Que pueda haber tribus que crean que es triangular u oblongo no altera el hecho de que indudablemente el mundo tiene una forma determinada, y no otra. Por tanto, no digáis que la variedad de religiones os impide creer en una. No sería una postura inteligente».
«La imaginación no produce locura. Lo que produce locura es, exactamente, la razón».
Por aquella obra escribe Ortodoxia, obra que aparece después de Herejes. En ésta había criticado el pensamiento de algunos autores como Kipling o Shaw. Le recriminaron que no podía hacerlo si antes no explicaba su propia teología. De ahí nació la célebre obra. Dice Chesterton: «escribí un esquema de mis propias razones para creer que la doctrina cristiana, tal como se resume en el Credo de los Apóstoles, sería una crítica de la vida mejor que las que yo había criticado» (A. 202).
Para Chesterton el mundo se ha vuelto loco precisamente por un mal uso de la razón. Escribe en Ortodoxia:
«Los poetas no se vuelven locos; los jugadores de ajedrez, sí. Los matemáticos y los empleados de caja también se vuelven locos; pero los artistas creadores, rara vez. (…) El poeta sólo pretende llegar con su cabeza hasta el cielo. En cambio, el lógico pretende meter el cielo en su cabeza. Y lo que ocurre es que la cabeza estalla».
Por lo mismo, el lógico, y Chesterton no estaba contra la lógica como se puede ver en sus escritos, contempla el mundo como un infinito muy estrecho. Por eso dice:
«Loco no es una persona que ha perdido la razón. En realidad, loco es el que ha perdido todas las cosas, menos la razón. Su mente se mueve en un círculo perfecto, pero demasiado estrecho».
Chesterton, por su parte, desde su capacidad de asombro y agradecimiento por la vida, es capaz de descubrir un mundo cada vez más grande que le confirma en sus ganas de vivir y le da sentido y unidad. De hecho todo su planteamiento se nos muestra como una réplica a las filosofías de las desesperanza, tan queridas en el siglo XX, y que permitían vivir en el total hastío sin dejar, por ello, de practicar los vicios más aberrantes.
Como lo ha definido un autor contemporáneo, se trataba de un nihilismo divertido. Chesterton, que lleva las cosas hasta el fin, retorciendo los argumentos en sus célebres paradojas (que lejanas a los aforismos de salón de Wilde), se da cuenta de que el escéptico, si es consecuente, concluirá que no tiene derecho a pensar, lo mismo que el evolucionista acabará pidiendo el matrimonio a una piedra.
Señala también Chesterton que una de las cosas que le animó a ser cristiano fue el Determinismo. Escribe:
«Fue el determinismo el que proclamó a voz en grito que yo no era responsable. Y puesto que prefiero que me traten como a un ser responsable y no como a un lunático que anda suelto, empecé a buscar a mi alrededor un refugio espiritual que no fuera simplemente un refugio de locos» (A. 205).
Esa posición le permite abrirse al Misterio. Dice en Ortodoxia:
«El misticismo nos mantiene sanos. Mientras vives el misterio, gozas de buena salud; si destruyes el misterio, creas mortalidad. La gente normal siempre ha sido sana, porque el hombre normal siempre ha sido un místico. El misterio más grande del misticismo consiste en que el hombre puede entender todas las cosas con ayuda de lo que no entiende. El lógico enfermizo intenta aclarar toda la realidad, pero lo que consigue es hacerla misteriosa. El místico, por su parte, deja que algo siga siendo misterioso, y todo lo demás resulta lúcido».
«Cuando entro en una Iglesia me quito el sombrero, no la cabeza».
La quinta etapa de la vida de Chesterton coincide con su bautismo católico. En 1900 había conocido a Hilaire Belloc y en 1901 contrajo matrimonio con Frances Blogg, a la que había conocido en 1896. Frances era anglicana practicante y Chesterton la acompañaba a la Iglesia. Fue en esa época cuando comenzó a frecuentar los oficios litúrgicos. También por aquella época profundiza en una idea importante: la humildad.
Reflexionando sobre el paganismo y sobre su grotesca parodia moderna se da cuenta de que el Cristianismo ha conquistado el corazón de los hombres a través de la humildad. Por eso frente al deber exigido por la mentalidad moderna él opone el don que ha de ser agradecido. La soberbia, por el contrario, deforma la perspectiva de las cosas e impide ver el mundo tal como es. De ahí que la autoafirmación propia del hombre moderno conduzca también a la ignorancia. Y una de las deformaciones más graves es el gnosticismo que, so pretexto de conocer los arcanos acaba negando el misterio de la Encarnación.
Fue la sorpresa ante el mundo y la capacidad de asombro, unidos al agradecimiento por la vida, lo que llevó a Chesterton a abrazar cada vez más la fe hasta pedir el bautismo en 1922. Por fin llegaba a la que denominó la «casa del hombre». Después, cuando viajó a Roma reafirmó que por fin se sentía en su hogar.
Chesterton se bautizó en una sencilla barraca con tejado de uralita. En Beaconsfield aún no habían podido construir la Iglesia. Días antes se paseaba por su casa repasando un pequeño catecismo.
Más tarde, para responder a los que se preguntaban por su conversión al catolicismo escribió:
«Cuando la gente me pregunta a mí o a cualquier otro ¿Por qué te uniste a la Iglesia de Roma?, la primera respuesta esencial, aunque sea en parte incompleta es: “para librarme de mis pecados”. Porque no hay ningún otro sistema religioso que declare verdaderamente que libra a la gente de los pecados. (…) El sacramento de la penitencia da una vida nueva, y reconcilia al hombre con todo lo que vive: pero no como lo hacen los optimistas y los predicadores paganos de la felicidad. El don viene dado a un precio y condicionado a la confesión. He encontrado una religión que osa descender conmigo a las profundidades de mí mismo».
* * *
[1] El presente artículo se basa fundamentalmente en las siguientes fuentes: G.K. Chesterton, Autobiografía, Barcelona 2003; P. Gulisano, Chesterton e Belloc, Milano 2002, G. Weigel, Cartas a un joven católico, Madrid 2006. Algunos datos biográficos se han extraído de páginas de Internet.
[2] Artículo publicado en Acta Philosophica, vol. 11 (2002), pp. 121-142. Reproducido en ConocereisDeVerdad.org.
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