Unos pocos se atreven a recorrer las aldeas y ciudades de todo el mundo confiando no en sus propias cualidades
ABC
Jesucristo era plenamente consciente de que en tres años debía anunciar el Reino de los Cielos a los hombres y, después de realizar la Salvación, encomendar a los apóstoles la continuación de su tarea. Por eso envía a los discípulos en su nombre para someter a los espíritus malignos y anunciar la Buena Nueva que supone la llegada de Dios a la tierra. Pero los primeros sorprendidos fueron los setenta y dos que se alegran al comprobar que son verdaderos instrumentos del amor de Dios en el corazón de los hombres.
Así es como se inició la Iglesia y así sigue sucediendo después de dos mil años de cristianismo. Unos pocos hombres y mujeres de buena voluntad se atreven a recorrer las aldeas y ciudades de todo el mundo confiando no en sus propias cualidades, sino en el poder de un Dios que los llama para convertirlos en portadores de la mejor noticia que la humanidad ha podido conocer: está cerca el Reino de Dios. Un misionero no es protagonista de nada, pues el único que importa, el gran protagonista de toda la misión de la Iglesia es el Espíritu Santo, que unge con su poder a todos los que llevan a Cristo a las almas.
Esto es incomprensible para el mundo o para las personas que no tienen fe, pues se empeñan en ver un sistema de poder en lugar de un misterio de amor en la tarea que siguen realizando diariamente los obispos, sacerdotes, religiosos y todo bautizado que con ilusión transmite a los demás su propia experiencia de encuentro con el amor de Dios. Ésta es la fuerza de la Iglesia, que nunca faltará a pesar de la debilidad de sus miembros, pues Cristo prometió estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, promesa que no ha dejado de cumplirse a lo largo de la historia y que en definitiva es la seguridad de los creyentes.