La fe urge al cristiano a construir el mundo, tratando de superar esa ruptura entre creencia y vida, entre fe y cultura
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Caí en la cuenta el sábado de que se cumplían 35 años del repentino fallecimiento del Fundador del Opus Dei en 1975. En aquel tiempo colaboraba intensamente con Javier Ayesta, primer director de la Oficina de Información constituida en los sesenta en el semisótano de un edificio de la calle de Vitruvio en Madrid. Me comunicó la dolorosa noticia a primera hora de la tarde uno de los Directores del Opus Dei en España. Javier estaba fuera, a muchos kilómetros de Madrid. Y, en mi desconcierto, me vino enseguida a la cabeza: "no tenemos nada". Justo en ese momento sonaba el teléfono, con una llamada de Radio Nacional de España. Para ganar tiempo, sugerí darle el número de Roma?
Y es que Josemaría Escrivá quería que el Opus Dei fuese bien conocido, pero sin hablar de su persona. Su lema era «esconderse y desaparecer». Hubiera querido, incluso, que en la Oficina no hubiera fotos suyas para entregar a los medios en caso necesario. Pero, desde luego, no había ni un esbozo de perfil biográfico personal. Hubo que improvisarlo aquella tarde. Quizá me quedó en el subconsciente la necesidad de disponer pronto de un texto más amplio, aunque fuese provisional, y de ahí surgió el proyecto de aquellos Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei que se pudieron publicar en el otoño de 1976.
¡Cómo ha cambiado todo en estos treinta y cinco años! Especialmente con los hitos señeros de la beatificación en 1992 y la canonización del 2002. Describí ya el contraste en 1992, en mi colaboración dentro de un libro colectivo a modo de crónica. Di forma al relato en un edificio de la calle Diego de León, entrañablemente ligado a la familia Escrivá de Balaguer. Había seguido la ceremonia por televisión a muy pocos metros del oratorio al que acudió Josemaría Escrivá una noche de 1942: "Señor, si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero?".
Eran años de postguerra en España. La Iglesia había recuperado la libertad perdida. Para el Fundador del Opus Dei, no fueron tiempos de triunfo, sino de cruz. Dios le bendijo con la contradicción de los buenos, como se puede deducir de dos puntos de Forja, 803 y 1052, relatados en tercera persona, como si de otro se tratara: «Hijo, óyeme bien: tú, feliz cuando te maltraten y te deshonren; cuando mucha gente se alborote y se ponga de moda escupir sobre ti, porque eres "omnium peripsema" -como basura para todos...».
No le era fácil aceptarlo, porque tenía un carácter enérgico, sensible a la libertad y a las injusticias, y era bien consciente del valor radical de la buena fama para los hombres. Lo explicaba un día de 1974 en Buenos Aires: «me costaba, me costaba porque soy muy soberbio, y me caían unos lagrimones...» Pero lo cierto es que acudió de madrugada a ese oratorio -lo tenía a mis espaldas al escribir-, se abandonó en las manos de Dios, y renunció a defenderse. Su alma se llenó de paz y de alegría, y pudo desde entonces predicar con mayor convencimiento aún que esa desnudez, esa entrega de amor, fundamentada en el dolor, es la fuente de la felicidad.
En Forja 1052, quedó estampada la plegaria del Fundador del Opus Dei en aquellas horas: «Jesús mío, ¿qué iba a darte, fuera de la honra, si no tenía otra cosa? Si hubiera tenido fortuna, te la habría entregado. Si hubiera tenido virtudes, con cada una edificaría, para servirte. Sólo tenía la honra, y te la di. ¡Bendito seas! ¡Bien se ve que estaba segura en tus manos!».
Diez años después esa humildad era de nuevo exaltada por el Papa Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro. El Pontífice reiteró el contraste de la doctrina del nuevo santo sobre las realidades del mundo basada en el optimismo antropológico, con «el afán desordenado de poseer cosas materiales [que] las convierte en un ídolo y motivo de alejamiento de Dios». Para el Fundador del Opus Dei, «estas mismas realidades, criaturas de Dios y del ingenio humano, si se usan rectamente para gloria del Creador y al servicio de los hermanos, pueden ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo».
La fe es incompatible con escapismos o faltas de compromiso. Al contrario, urge al cristiano a construir el mundo, tratando de superar esa ruptura entre creencia y vida, entre fe y cultura, que el Concilio Vaticano II describió como uno de los grandes males contemporáneos.