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Un tren avanza a gran velocidad y arrollará a cinco operarios que trabajan en la vía. ¿Empujaría a alguien para que el tren le atropellara y salvar así a otras cinco personas? Éste es uno de los 60 dilemas en cuya resolución se han investigado los circuitos neuronales que procesan decisiones de un grupo de voluntarios.
Los experimentos, publicados por Joshua Green en la revista científica Neuron, siguen mediante escaner la actividad cerebral de las personas mientras deciden qué hacer en situaciones límite. La mayoría decide, con rapidez, no empujar a nadie a la vía. Las técnicas de neuroimagen detectan una activación intensa en zonas del hemisferio derecho que procesan las emociones que subyacen a la toma de decisiones que afectan a los demás.
Un nuevo experimento plantea a los voluntarios impedir que se arrolle a las cinco personas si manipulan las agujas para desviar el tren a una vía donde se encuentra sólo una persona. Esta acción causaría un posible daño indirecto y evitaría directamente un mal superior. La mayoría opta por mover las agujas.
En este caso decidirse requiere dos segundos más, tanto si la respuesta es afirmativa o negativa a mover las agujas. Se observa entonces que la activación de áreas del cerebro que desempeñan funciones cognitivas es más intensa que en el dilema de empujar a alguien. Por el contrario, se reduce la actividad en las áreas que procesan las emociones.
Aparecen en ambos experimentos los dos tipos de inteligencia mediante los que el ser humano conoce: la cognitiva y la emocional, cada una con mayor actividad en áreas de uno de los hemisferios del cerebro. El frontal izquierdo procesa de forma más analítica, sistemática, impersonal y lenta.
Por ejemplo, una reflexión, aunque sea breve, nos mueve o no a una ayuda solidaria a víctimas desconocidas de catástrofes en países lejanos. El hemisferio derecho es más intuitivo, global, personal y rápido. Por ejemplo, nos sentimos urgidos ipso facto a socorrer a alguien en grave peligro. Salvo patologías, ambos sistemas están conectados y actúan armónicamente.
Estos análisis permiten entender mejor que el juicio moral que decide no causar un daño directo a una persona entraña un fuerte componente emocional. Gracias a la dopamina, hormona de la felicidad, la emoción innata de rechazo a dañar, o de agrado por socorrer, se convierte en compasión en el motor de los sentimientos del cerebro. La persona conoce así aquello que es bueno o malo en sí mismo.
En el caso del tren, los voluntarios optan, en cinco segundos y con un intenso sentimiento de compasión, por no empujar a nadie. Quienes deciden sí hacerlo emplean siete, dos segundos más necesarios para saltar la barrera emocional y guiar su conducta por otras motivaciones.
Estas evidencias científicas muestran que la aversión natural del ser humano a dañar expresada con el principio universal de no hagas a otros lo que no querrías que te hicieran a ti aflora desde dos sistemas cerebrales íntimamente conectados: uno emocional y otro cognitivo. La faceta racional, más lenta, ayuda cuando no basta el atajo natural inmediato de los sentimientos, sino que hay que deliberar y calcular.
Reveladoras también las investigaciones del equipo de Antonio Damasio publicadas en Nature. Estudian cómo solucionan dilemas éticos personas con un daño cerebral en la región que conecta lo emotivo y lo analítico. Estos pacientes siguen un patrón utilitarista fuera de lo común y deciden con rapidez matar empujar a la vía a una persona para salvar a cinco.
Sin embargo, en un contexto más impersonal, como accionar las agujas, su conducta es normal. Por esa lesión del cerebro, estas personas carecen de la guía innata que supone la alarma de la emoción en el juicio moral, aunque el sistema deliberativo se mantiene. Los sentimientos desagradables, la repugnancia a hacer daño que constituye una señal de precaución, les dejan imperturbables.
Si hay contradicción entre ambos componentes de la racionalidad humana, ¿cómo se impone el sistema analítico? El caso del tren resulta de nuevo ilustrativo. Cuando los dilemas de empujar a alguien o cambiar las agujas se presentan a voluntarios utilitaristas entrenados en el cálculo riesgo/beneficio como norma de conducta resuelven tanto empujar como cambiar las agujas en el mismo tiempo. En tales casos usan los dos segundos más necesarios en esta actividad mental para ajustar racionalmente el coste/beneficio, y así evitan seguir el atajo emocional, intuitivo y natural hacia lo correcto.
Los animales nunca se equivocan acerca de lo que les conviene o no: su instinto sólo les permite acertar. Sin embargo, a las personas, liberadas del encierro en el automatismo biológico, se les plantean dilemas y están abiertas a equivocarse al decidir.
Los códigos de conducta aportan una escala jerárquica de los valores que se consideran relevantes para calificar algo como bueno o malo. No están biológicamente determinados, y por ello difieren en aspectos normativos de unas culturas a otras. Como regulaciones sociales, humanizan cuando lo legal y lo ético convergen para premiar lo bueno (ayudar, curar) y penalizar lo malo (matar, no prestar asistencia en un accidente). Por eso mismo, existe una esquizofrenia social cuando leyes y ética divergen.
Aun con las cautelas propias de investigaciones sobre algo tan complejo como la mente humana, las neurociencias apuntan hoy al modo en que está registrado en el cerebro el principio natural, y por ello universal, de no hacer a los demás lo que no quiero para mí. El atajo emocional innato ante dilemas con vidas humanas en juego supone una predisposición natural al buen hacer.
Natalia López Moratalla, Catedrática de Bioquímica y Biología Molecular y Enrique Sueiro, Doctor en Comunicación Biomédica de la Universidad de Navarra
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