Benedicto XVI ha clausurado en la Plaza de San Pedro el Año Sacerdotal junto a más de 15 mil sacerdotes procedentes de 90 países. Son una pequeña parte de los más de 400 mil sacerdotes del mundo, que hemos permanecido en nuestro sitio atendiendo las tareas pastorales.
El Papa ha dicho que «si el Año Sacerdotal pretendiese haber sido una glorificación de nuestros logros humanos personales, habría sido destruido por estos incidentes». Pero, por fortuna, «se trataba justo de lo contrario: de dar gracias a Dios por un tesoro que llevamos escondido en vasijas de barro», como manifiestan las debilidades personales.
El cura de Ars
Juan Bautista Vianney es conocido como el Santo Cura de Ars y proclamado Patrono mundial del clero al finalizar el Año Sacerdotal. Como es sabido, fue destinado por su obispo a esa pequeña población francesa poco fervorosa, pero en pocos años la transformó. Cientos de personas acudían desde otros lugares para escuchar sus sermones, confesarse y participar en la Santa Misa que celebraba ¿Cuál era el secreto de este cura de Ars?
Vivía con entrega su vocación sacerdotal, ministro de la palabra y de los sacramentos, para el servicio de todos. Encontraba su fuerza en largas horas de oración postrado ante Jesús en la Eucaristía, celebraba la Misa con gran devoción, sabiendo que actuaba en la Persona de Cristo, prestando sus manos y su voz para seguir salvando al mundo cada día. Esta era su idea del sacerdote: «El sacerdocio es al amor del Corazón de Jesús. Cuando veas al sacerdote, piensa en Nuestro Señor».
El poder y el no poder
El escritor inglés Graham Greene se acercó a la vocación del sacerdote en su conocida obra El poder y la gloria, que narra el drama interior de un hombre llamado por Dios al sacerdocio, pero siente todo el peso de su miseria.
El protagonista tiene una misión divina que cumplir con los hombres pero es un pecador. Intentará huir de su destino rebajándose con el alcohol y sometiéndose al poder humano, pero Dios le ama y su vocación es definitiva, llegando finalmente a ejercer de nuevo su ministerio, cuando administra los últimos sacramentos a un moribundo.
Con ello este hombre alcanza la paz antes de encontrarse con Jesucristo y el sacerdote comprueba que la gloria de Dios triunfa sobre sus pecados. Aquí tenemos planteada la problemática de quienes reciben la vocación sacerdotal para actuar en nombre de Jesucristo en la Iglesia. Es un poder de Dios y un no poder humano, un tesoro en vasos de barro, que diría Pablo de Tarso.
Parece que muchos no comprenden el sacerdocio católico al juzgarlo como una profesión elegida por intereses propios. Sin embargo no es una profesión porque es una vocación, la llamada de Dios a unos hombres para ser mediadores entre el Cielo y la tierra.
Reciben por ello un sacramento específico llamado del Orden sacerdotal, que incluye a los obispos, los sacerdotes o presbíteros y los diáconos, capacitándolos para representar al mismo Jesús en la Iglesia y en el mundo. Quienes tienen fe pueden situarse en esta órbita espiritual de los dones de Dios, pero los que carezcan de ella o andan escasos, también pueden entender las razones de amor y de servicio que están en la sustancia del ministerio sacerdotal.
El sacerdocio no es un invento humano, pues sólo Jesucristo tiene poder para instituir el sacerdocio cristiano, siendo uno de los sacramentos que imprimen una señal imborrable o carácter.
Llamó a los Doce al apostolado, los instruyó, fijó su número después de una noche entera de oración y más tarde, en la última Cena, les dio poder para consagrar su Cuerpo y Sangre pidiéndoles: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19.)
Y el día de su Resurrección les confió el poder de perdonar y retener los pecados, constituyendo así los primeros sacerdotes de la Nueva Ley: «Recibid el Espíritu Santo; aquellos a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados» (Ioh 20,23). Finalmente, antes de la Ascensión a los cielos los envió con toda su potestad diciéndoles: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 18-20).
La idea del sacerdote
En tiempos de crisis, San Josemaría Escrivá predicaba incansablemente que la identidad del sacerdote es la de ser Cristo presente entre los hombres. No es una profesión sino una vocación, y el secreto de su labor apostólica reside en ser instrumento elegido de Dios para santificar a los hombres.
Decía: «El sacerdocio lleva a servir a Dios en un estado que no es, en sí, ni mejor, ni peor que otros: es distinto. Pero la vocación del sacerdote aparece revestida de una dignidad y una grandeza que nada en la tierra supera. (...) ¿Cuál es la identidad del sacerdote? La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental» (Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973, p. 19).
Todos tenemos vivo el recuerdo de Juan Pablo II, el sacerdote que ha gastado su vida en llevar a los creyentes a Cristo. Ha mostrado que no puede haber encuentro con Jesús sin la Iglesia. Éste es el gran problema de la mediación que muchos hombres de hoy no acaban de entender ni de admitir.
Ahora, ya sin este Papa, vemos que la Iglesia sigue asistida por Dios que sostiene a Benedicto XVI imprimiendo su sello personal al mensaje siempre renovado del Evangelio. Y nos preguntamos ¿qué Iglesia ha visto Juan Pablo II y ve ahora Benedicto XVI, cómo se puede conciliar la fe y la modernidad, qué perspectivas vemos ahora para la renovación de la vida cristiana?
La Iglesia camina con el tiempo, y lo santifica desde la perspectiva de la eternidad, evitando así la tiranía del presente. No es verdad que la Iglesia esté desfasada, como dicen algunos, porque no llegan a percibir la secularidad de la inmensa mayoría de laicos inmersos en las tareas humanas, codo con codo con los demás hombres, creyentes o no creyentes.
Las enseñanzas de Juan Pablo II sobre la Iglesia muestran la lógica tensión entre la tradición e innovación que es señal de vida. No en vano dijo a los jóvenes españoles, en Madrid, con buen humor: «Soy un joven de 83 años». Además, muchos somos testigos de que Juan Pablo II ha sido el primer líder mundial que ha dado a conocer un programa de acción para el tercer milenio, ya en los años ochenta.
Verdaderamente en su Carta Al comienzo del Nuevo Milenio está el programa de la Iglesia para este milenio, y no puede ser otro que Jesucristo presentado de modo vivo y actual. Por eso los jóvenes de todo el mundo conectan con el Papa, hoy con Benedicto XVI y ayer con Juan Pablo II, cuando les recordaba aquel día en Madrid: «Cristo es la respuesta verdadera a todas las preguntas sobre el hombre y su destino», propuesto en un clima de diálogo y comprensión con los no creyentes, porque «las ideas no se imponen, sino que se proponen».
Durante este Año Sacerdotal millones de fieles han rezado y se han sacrificado por los sacerdotes, superando las campañas desatadas contra la santidad de los elegidos de Dios. Centenares de miles de sacerdotes han renovado su fidelidad a Cristo y a la Iglesia para entregarse sirviendo a todos los hombres.
El único Modelo es Jesucristo, pero ayudan tanto los ejemplos del Cura de Ars, de San Josemaría, de Juan Pablo II, de Benedicto XVI, y de esos sacerdotes que están presentes en los momentos más difíciles de cada hombre y mujer, a la hora del nacimiento y de la muerte, en medio de las grandes alegrías familiares y sociales.
Por todo eso, y contando con la gracia de Dios, que sigue escribiendo con renglones torcidos, son muchos los jóvenes que han decidido responder afirmativamente a la llamada de Dios para ser sacerdotes de Jesucristo. Seguro que sigue creciendo el número de los siguen los signos que les llevan por el camino del sacerdocio, como tendremos ocasión de verlo en la próxima JMJ 2011 en Madrid.
Quiénes son llamados al sacerdocio
Por cuanto hemos visto, el sacerdocio es una vocación divina y no un derecho exigible por nadie a las autoridades eclesiásticas, que tienen el deber de discernir atentamente las señales de la llamada. Por voluntad divina sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación, porque Jesucristo quiso elegir solamente varones para ejercer visiblemente el oficio sacerdotal, como hizo con los doce apóstoles.
Destaca que el sacerdote celebra la Eucaristía representando a la misma Persona de Jesucristo como varón y, por el signo sacramental, conviene que haya esa semejanza natural, además de simbolizar mejor el significado esponsal de la nueva Alianza entre Cristo varón y su Iglesia madre. Por ello la Iglesia está vinculada por esta decisión del Señor y no puede administrar la ordenación a mujeres.
La dignidad de la mujer no queda relegada por no recibir el sacramento del Orden, porque la Virgen María es Madre de Dios y madre nuestra, sin haber recibido el sacerdocio ministerial. Además, todos los bautizados, hombres y mujeres, participan por igual de la común dignidad de hijos de Dios, ejercitando el sacerdocio común para la santificación del mundo.
Por otra parte, si se exceptúa la capacidad de recibir las órdenes sagradas, a la mujer se le han de reconocer plenamente en la Iglesia los mismos derechos y deberes que a los hombres: derecho al apostolado, a fundar realidades eclesiales, dirigir organizaciones, ser consultoras de organismos, etc. Finalmente, el sacerdote tiene un oficio santo pero no es más santo por ser sacerdote, pues importa más la santidad que el oficio.
Atendiendo al profundo sentido de la vocación y misión del sacerdote, la Iglesia pide el celibato perpetuo a todos los sacerdotes de rito latino. Es tal la configuración con Jesucristo por el sacramento del Orden, que esos hombres abrazan una vida de continencia total Dios, que es perfectamente posible con su gracia, a pesar de la debilidad de la naturaleza humana. La fe enseña la conveniencia de esta reserva total del sacerdote en cuerpo a alma, para Dios y al servicio de todas las almas, mostrando su significado cristológico y eclesial.
Dios es quien llama
¿Cómo se siente la vocación sacerdotal? En realidad no es una cuestión del sentimiento, aunque puede haberlo, sino de signos que van iluminando la vida de algunos varones, jóvenes normalmente, cuando Dios se sirve de experiencias, amistades o lecturas, para despertar el afán de dedicarse a Él con todo el corazón y beneficiar a los hombres en lo más profundo de su conciencia, ejerciendo así las obras de misericordia.
Por ejemplo, un documental de la Iglesia norteamericana muestra la sucesión entre aquellos pescadores de Galilea que fueron llamados por Jesús, «No temas; desde ahora serán hombres los que has de pescar» (Lc 5,10), y los sacerdotes que trabajan en la Iglesia actual celebrando la Eucaristía, dando catequesis, o atendiendo a los necesitados.
Una primera secuencia muestra a un sacerdote que atiende a un joven moribundo accidentado en una autopista, saludando cariñosamente después a un chaval que ha presenciado todo el accidente junto a sus padres. Años más tarde ese niño aparece postrado ante el altar recibiendo el sacramento del Orden de manos del obispo. Dios se había servido de aquella ocasión para despertar en su alma el deseo de vivir para Dios y para servir siempre a los hombres.
Los sacerdotes buscan también la santidad en el ejercicio del propio ministerio de enseñar, santificar y regir, en unión con el obispo y con sus hermanos presbíteros. Tienen gracia abundante para hacer presente a Cristo mediante el contacto diario con los fieles, actuando con caridad y fortaleza para enseñar la buena doctrina, administrar los sacramentos y servir generosamente a toda la comunidad que se les encomienda.
Por eso San Gregorio Nacianceno exhorta: «Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarse a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia» (Oraciones, 2, 71).
Jesús Ortiz López. Sacerdote. Doctor en Derecho CanónicoIntroducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
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