La sociedad portuguesa no es la misma tras la visita de Benedicto XVI
BXVI.wordpress.com (*)
Es difícil escribir sobre una persona. Se puede ser injusto. Y más difícil aún es escribir sobre Joseph Ratzinger. No obstante, el Papa visitó Portugal este mayo, y esa visita ha sido importante. Ha marcado un suave cambio, muy profundo, en nuestro país. En Portugal, desde la revolución que trajo la democracia en 1974, los cambios importantes se hacen con una flor en la mano.
La expectativa, hace unos meses, era escasa, o casi negativa. Este papa no vende, declaraban los vendedores de artículos religiosos de Fátima. Y el cartel de inquisidor y personaje siniestro colgado a Ratzinger imponía su sombra. Cuando llegó a Lisboa, lo que había era curiosidad y el respeto debido. Nada más que eso.
Lo primero que llamó la atención fue la exactitud de todos sus movimientos. Hay un rigor alemán en sus gestos. Su presencia es algo así como un lienzo de Mondrian. Y, de repente, los portugueses nos dimos cuenta de que el vocablo exacto para todo esto es seriedad. En el fondo, lo que Alemania hace hoy con Europa, a nivel económico, lo ha hecho este papa hace décadas, en el terreno espiritual.
Si elogiamos la cordura de Merkel, hemos por lo menos de comprender a Ratzinger.
El portugués de a pie intuyó que básicamente estamos ante un hombre honrado. Cuando un grupo de jóvenes fue a darle vítores por la noche, salió al balcón de la nunciatura de Lisboa, agradeció con mucho cariño y pidió que le dejaran dormir porque tenía que trabajar al día siguiente.
Ratzinger cumple con lo de ser una imagen, un icono, pero intenta apagarse. Sabe que, a partir de un cierto punto, la imagen del papa se reviste de rasgos paganos. Hay en el líder de la Iglesia la convicción personal, muy arraigada, de que un sacerdote tiene que desdibujarse para que sólo Dios sea el protagonista. Y esto también vale para él, a pesar de su condición de vicario de Cristo. Para conocerle, hay que leerlo. Sus representaciones visuales son tan abstractas como banderas: dicen muy poco. Si queremos encontrarnos con Benedicto XVI, debemos conocer sus textos. En realidad, se trata de un papa escritor, muy fiel a la raíz verbal del cristianismo.
Su ascensión eclesial se basa en su prodigiosa capacidad de interpretar los escritos bíblicos. El lector de sus textos sabe que posee una inteligencia y una claridad de exposición deslumbrantes, muy germánicas, mezcladas con una elegancia literaria ya un poco italiana. Ratzinger fue la linterna de la Iglesia en un tiempo de dudas y oscuridades. En concreto, fue la linterna de Juan Pablo II. Una linterna a veces incómoda, en una época enamorada de la breve alucinación del flash fotográfico.
En resumen: honradez, discreción, inteligencia. Y además una gran fe y un enorme sentido de misión. Y esto terminó siendo lo más espeluznante para muchos portugueses. Ratzinger fue elegido hace cinco años, cuando se ignoraban las dificultades presentes, y adoptó el nombre de Benedicto XVI, estableciendo como una de sus prioridades la recuperación espiritual de Europa. Todo esto antes de la crisis actual.
En Portugal, nos hemos dado cuenta de que se trata de un papa providencial. Es la persona que Europa necesitaba en este momento. Esto lo ha comprendido una gran parte de la sociedad portuguesa. Ha sido un fenómeno amplio, que supera el mundo de los católicos de misa dominical.
No querer ver que Europa necesita una resurrección espiritual es como no querer ver el déficit. Exactamente lo mismo. Cerrar los ojos e insistir en ideas huecas. Lo importante es empezar a pensar cómo podremos articular los principios insoslayables de una sociedad libre, democrática, con la energía de la espiritualidad. Sólo salvaremos las democracias que hemos creado y el bienestar que hemos construido si regresamos a nuestra tradición espiritual. La economía ya no puede solucionarse a sí misma; la situación actual pide ante todo nuevas actitudes; esas nuevas actitudes sólo las podrán tomar personas renovadas que hayan redescubierto a fondo la dignidad mayor de su condición humana.
Y aquí anotaremos otra característica del Papa: su serena tristeza. No existe ese optimismo contagioso de Juan Pablo II. Es un hombre de fe, pero también alguien que se sabe de memoria todos los suicidios espirituales de Occidente. Esa melancolía papal, en un país nostálgico como Portugal, ha calado profundamente. La sociedad portuguesa no es la misma tras la visita de Benedicto XVI. Pese a todos los escándalos, del pecado de la Iglesia, como dijo el Papa, ha habido como un discreto amanecer. Nada de fanatismos. Sencillamente, un suave recuperar la lucidez. Y es que no bastará con salvar el euro. Para salvar a Europa, habrá que redescubrir, en plena libertad, el alma de Occidente.
G. Magalhães, escritor portugués
(*) Publicado originariamente en La Vanguardia