De ordinario las personas han aprendido en esa escuela el servicio y la donación
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Hace unos pocos meses fui a comprar una maleta muy grande para llevar ropas, libros y papeles en estancias largas en otros países. Me ofrecieron un maletón enorme a buen precio y añadió la experta vendedora: «Esta es una maleta tamaño familiar». Me llamó la atención el adjetivo «familiar» para calificar aquel tamaño realmente grande y me vino a la cabeza que probablemente en el mundo hay millares de familias cuyas pertenencias caben todas en ella.
Quizá como contraste, mientras llevaba la maleta vacía hacia el coche, vino a mi memoria lo que escuché hace unos años en la parroquia de Saint Peter, en Cambridge, Massachusetts, durante una estancia de investigación en Estados Unidos. Se trataba de un sermón en el que el predicador intentaba persuadir a la audiencia de que todos éramos personas con familia y que incluso quienes vivían solos, tendrían al menos una mascota o unas plantas a las que cuidar y que, por tanto, podrían ser considerados también como familias. Como los norteamericanos son gente bastante precisa, identificaba a quienes viven aislados, pero con perro, gato o similar, como «familias unipersonales».
¡Qué enorme el contraste entre una familia grande y una familia unipersonal! Por supuesto, en una familia numerosa hay de ordinario muchos más problemas que en la vida de una familia pequeña o en la de una persona aislada, pero casi siempre donde hay problemas hay también la posibilidad de ser feliz, de querer y de sentirse querido, de disfrutar con tantas cosas buenas de los demás, desde el cariño de los abuelos que van perdiendo la memoria con el paso de los años hasta la mirada de agradecimiento del niño discapacitado o más lento en los estudios y que requiere una atención especial. Leon Tolstoi comienza su maravillosa novela Anna Karenina con aquellas líneas tan famosas que merece la pena recordar: «Todas las familias felices se parecen, mientras que cada familia infeliz es infeliz a su propia manera».
Con aquellas palabras el genial escritor quería afirmar algo que todos tenemos bien experimentado. La felicidad es siempre fruto del darse a los demás, del vivir la vida de quienes nos rodean con más interés y atención que si fuera la propia. Así es en todas las familias, en todos los países, en todas las condiciones sociales.
Como me escribía alguien hace unas semanas desde Argentina, «la felicidad debería ser un verbo, no un sustantivo; la palabra tendría que ser felicidar y su conjugación: yo felicido, tú felicidas, él felicida, nosotros felicidamos, vosotros felicidáis, ellos felicidan». Me pareció un ingenioso juego de palabras que ilustra bien esto que quiero aquí recordar: no hay felicidad sin donación.
Así estamos hechos los seres humanos, somos felices al darnos a los demás, en primer lugar, a aquellos de nuestra familia, a aquellos que están más cerca. Por el contrario las familias compuestas por personas egoístas, que buscan sólo la propia satisfacción personal, convierten el espacio de convivencia en una batalla campal que destroza a todos los contendientes. El egoísmo es capaz de adoptar muchísimas formas diversas, tantas como las personas en liza, y por eso escribía Tolstoi que para cada familia infeliz las formas de ser infeliz son distintas.
Quienes forman una familia numerosa tienen un papel imprescindible en esta sociedad nuestra, pues atestiguan con su vida y con su ejemplo que es posible poner el cuidado de los demás por delante del propio egoísmo. Con su vida dan fe, de manera más fehaciente que un notario, de que la comodidad no es el valor supremo, como parecen a veces enseñar los anuncios publicitarios.
Decir esto no significa, por supuesto, afirmar que en una familia grande no hay dificultades. Nada más lejos de la realidad. En una familia numerosa hay más dificultades que en una familia pequeña, pero hay también muchísimas más posibilidades para resolverlas. Desde el cuidado de los más pequeños y de los enfermos o ancianos hasta el apoyo y la acogida en las situaciones de crisis. ¡Cuántas familias jóvenes crecen y se multiplican porque tienen unos abuelos o una tía soltera o viuda que ayuda en el cuidado de los niños!
¡Cuántas familias, que vieron con ilusión marcharse a un hijo o a una hija para casarse, lo acogen de regreso a los pocos años al romperse aquella unión! Una familia grande es algo permanente, algo para siempre, como aquellos árboles frondosos de las plazas de pueblo bajo cuya sombra jugaban los niños y descansaban los viejos por muchas generaciones.
La familia numerosa ayuda al ser humano en su desarrollo, favorece su plenitud, le hace más fácil ser menos egoísta y, por tanto, ser más humano. Quienes somos miembros de familias numerosas hemos de sentirnos realmente orgullosos, porque una familia grande es una verdadera escuela de humanidad para todos, para sus miembros y para todas las demás personas.
Ser familia numerosa crea problemas, pero quizás es más fácil solucionarlos porque hay más personas para resolverlos, y sobre todo, porque de ordinario las personas han aprendido en esa escuela el servicio y la donación. Por eso, he querido encabezar estas líneas con una rima sencilla para que la guardemos en la memoria y la recordemos cuando el egoísmo nos susurre que nos olvidemos de los demás: «Ande o no ande, familia grande».