Hay un sentido último para todas las cosas
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La sociedad noroccidental moderna creyó haber superado épocas anteriores de infantilismo y haberse hecho adulta “matando” a Dios, prescindiendo de Él. Entronizando a la “diosa razón” en Notre Dame, los iluministas franceses creyeron haber hallado “la luz”, que consistía en abandonar toda tutela sobrenatural para asumir el hombre —centro y razón de todas las cosas— la tentadora autonomía moral. El trío de grandes falsos profetas del S. XX, Marx, Freud y Nietzsche, terminaron la faena. La modernidad quiso ser la era de la razón, la ciencia y la técnica, la realización definitiva del “homo sapiens”.
Karl Marx, no sólo proclamó un ateísmo filosófico —léase materialismo— sino que calificó a la religión como un instrumento de los poderosos para mantener oprimido al pueblo, un “opio” creado con el objetivo de suscitar conformismo. Sigmund Freud, desde su libidinosa teoría psicoanalítica, redujo la religión a una forma de neurosis y Dios pasó a ser una pueril creación mental, una proyección del “super-ego”, un modo enfermizo de capear las frustraciones. Friedrich Nietzsche, arrasó con sus sofismas y arrastró con su sugestivo vitalismo, pregonando un “super-hombre” dueño del bien y del mal.
La iconoclasta modernidad se propuso derribar dioses, religiones y morales. Se le hizo creer al Hombre que era capaz, con su razón, de construir su propio paraíso y su propia “salvación”. Fue la época del “self”, del “auto”: auto-realización (hacerse realidad a sí mismo), auto-poiesis (construirse a sí mismo), auto-nomía (darse normas a sí mismo). Las pujantes ciencias y técnicas auguraban la pronta solución de todos los problemas. Pero este “sueño de la razón” produjo monstruos, otro tipo de “autos”: las autocracias (estalinismo, nazismo…) Y, para más inri, no ha solucionado nada en verdad importante.
La prometedora tecnología sólo ha conseguido una paradoja: nos ha hecho la vida más cómoda con todo tipo de inventos y artefactos, al mismo tiempo que ha inventado otros cada vez más eficaces y potentes para matar. Un sinsentido que decepcionó y desencantó a la Humanidad, cuya fe en la bondad de la técnica quedó ahogada tras sufrir dos terribles guerras mundiales. La ciencia, despojada del “lastre” de la conciencia, ha descubierto muchas cosas, ha logrado curar graves enfermedades, pero ni la injusticia, ni el hambre, ni la violencia, ni la maldad han sido erradicadas, sino más bien todo lo contrario.
La entusiasta orgía de guiarse a sí mismo con la razón, que embarcó a toda una generación en una ola de optimismo salpimentada con una falsa sensación de madurez, libertad y progreso, se ha esfumado como “smoke on the water”. Las respuestas siguen “blowin in the wind”. “El futuro ya no es lo que venía siendo”, lamentaba el optimista Arthur C. Clark. Las ideologías sufrieron el crepúsculo implacable del fracaso. El impulso contestatario juvenil de la flor en el cañón se evaporó entre nubes de cáñamo indio. La fiesta ha sido un fraude. La posmodernidad es la resaca de aquella borrachera.
Si el modernismo fue la era de la razón, el posmodernismo lo es del instinto. El fracaso de la idolatría de la razón ha obligado a buscar nuevas brújulas. Pero, por lo visto, la Humanidad todavía no ha aprendido la lección, aún no ha sufrido bastante como para recular y retomar con humildad sus raíces perdidas, su despreciada piedra angular, y sigue sin admitir su “heteronomía”, su óntica y existencial dependencia del Otro. El hijo pródigo sigue buscando unas míseras algarrobas fuera de la casa del padre. Es la terrible trampa del orgullo, de la soberbia, que empuja a “huir hacia delante” a cualquier precio, a no reconocer los propios desvaríos, a no rectificar ni por saber morir.
Destronada la razón, al Hombre posmoderno sólo le quedan los instintos para seguir en su empeño por auto-dirigirse. Ignora que la recta razón libera, pero el instinto esclaviza, nos devuelve a la condición de animal irracional no-libre. En su ya extrema necedad, la Humanidad posmoderna trata de “liberar” los instintos llamándolos “derechos”. Ante el naufragio de la modernidad, la consigna es “sálvese quien pueda”. Que cada uno se “busque la vida”. El positivismo jurídico radical que se ha impuesto legaliza los caprichos, convengan o no al bien común, y cada cual “a su marcha”, sin más.
El saber se ha quedado en opinión. La moral en apetencia o conveniencia. La ciencia se ha sometido al servicio de la técnica y ésta a las órdenes de la maquinaria productiva, que crea y recrea sin cesar un consumismo demencial que genera necesidades innecesarias y vende caros sus espejismos de felicidad. La catástrofe económica que amenaza nuestro “bienestar” es hija de ese hedonismo desbocado, tan inmoral como irracional. La felicidad se ha rebajado a divertirse, darse gusto. Para ello hay que consumir y eso cuesta dinero. ¡A por él, caiga quien caiga! Ahí tienen “la crisis”.
A las lenguas llamadas “muertas” porque no se hablan, habrá que unir las “ciencias muertas” porque no producen. Las más nobles tareas humanas se han quedado sin “telos” o fin último. Se educa, por ejemplo, sin cimientos antropológicos, sin un modelo de persona al que es deseable llegar. A los jóvenes se les enseñan “competencias” para insertarse en el engranaje empresarial y poco más. El tipo de persona que lleguen a ser da igual, que sean como quieran o puedan, “no es nuestro problema”. Estamos, quizá por vez primera en la Historia, en una cultura sin “paideia”, sin un ideal educativo.
Vivimos en un mundo en el que no paramos de hacer cosas, pero en el que ya no sabemos ni el por qué, ni el para qué de la mayor parte de ellas. Ya no hay principios ni fines, sino sólo objetivos a corto plazo. Del futuro se habla mucho, pero importa poco, por eso nos estamos cargando el planeta y suicidándonos cultural y demográficamente sin que se nos altere el pulso. Sólo queda el “carpe diem”, el disfrutar al máximo del hoy, más no en un sabio sentido bíblico, sino en la zafia versión de darse el mayor gusto posible y evitarse todo el disgusto que se pueda a costa de lo que haga falta, sin miramientos.
La posmodernidad va a traer mucho sufrimiento, porque vamos a tocar fondo. Hemos roto las tablas, nos hemos atiborrado del fruto prohibido. Y eso mata. Pero terminaré con un soplo de esperanza, porque Dios existe y conduce la Historia. Dios es, está y estará. Hay un sentido último para todas las cosas. Vale la pena creer, vale la pena razonar y vale la pena conjugar sendos dones de Dios para vivir en armonía y plenitud. Como profetizó Juan Pablo II, el tercer milenio va a tener unos comienzos muy difíciles, pero tras ellos surgirá una Humanidad nueva, que habrá aprendido a vivir en paz, justicia y libertad.
José Rafael Sáez March
Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación
Psicopedagogo de Menores y Profesor Universitario