La clave está en la unión con Cristo, a quien el sacerdote impersona al celebrar los sacramentos
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Cuando parecen amainar los escándalos, he considerado oportuno referirme a la recta final del año sacerdotal señalado por Benedicto XVI. Se me ocurrió el jueves pasado, por celebrarse en España la fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Si no estoy equivocado, esa iniciativa se debió a Mons. José María García Lahiguera, cuya causa de canonización comenzó hace tiempo. Es uno de los muchos sacerdotes santos que vivieron en Madrid durante el siglo XX, antes de la guerra civil. Varios han sido ya beatificados y canonizados.
Con este Año, el Papa venía en cierto modo a actualizar uno de los objetivos que señaló Juan Pablo II para el milenio, en su carta Novo millenio ineunte, que firmó en la propia Basílica de san Pedro, antes de cerrar la puerta santa en la Epifanía de 2001. En el n. 46, se reconocía la capacidad de la comunidad cristiana para acoger todos los dones del Espíritu. La unidad de la Iglesia no es uniformidad, sino integración orgánica de las legítimas diversidades. Desde esa perspectiva, quería impulsar a todos los bautizados y confirmados a tomar conciencia de la propia responsabilidad activa en la vida eclesial.
Dentro de esa amplitud, ocupaba un plano especial el esfuerzo sobre todo con la oración insistente al Dueño de la mies (cf. Mt 9,38) en la promoción de las vocaciones al sacerdocio y a la vida de especial consagración. Juan Pablo reconocía que se trataba de un problema muy importante para la vida de la Iglesia en todo el mundo.
Pero acentuaba la situación específica de países de tradición cristiana, donde el problema se había hecho incluso dramático debido al contexto social cambiante y al enfriamiento religioso causado por el consumismo y el secularismo. Basta pensar en una información reciente publicada en Francia: en la mitad de las parroquias, los sacerdotes que las atienden tienen una media de 75 años.
A la vez, llama la atención el porte y el prestigio de las jóvenes generaciones que llegan al sacerdocio. Su número puede ser inferior, pero, sin duda, aumentará como consecuencia de su calidad humana y cristiana. Al cabo, también se ha producido un envejecimiento del mal: la inmensa mayoría de los escándalos difundidos en la prensa afectan a personas de edad
Algunos han aprovechado las aguas revueltas para remover la vieja cuestión del celibato. Si uno se fija en el declive de confesiones cristianas europeas que cuentan con pastores casados, no será difícil concluir que las soluciones prácticas no pueden discurrir en esa línea. Justamente esta mañana leía unas palabras de san Gregorio de Nisa, hombre casado, que manifestaba su pena en torno al año 371 por estar excluido de los bienes de la virginidad: este conocimiento que tengo de la belleza de la virginidad es en cierto modo vano e inútil para mí, como suelen ser las mieses para el buey que a ellas se dirige con bozal, o como el agua que se despeña por el precipicio para el hombre sediento que no puede alcanzarla. Dichosos los que pueden escoger lo mejor
La clave está en la unión con Cristo, a quien el sacerdote impersona al celebrar los sacramentos: Yo te absuelvo
Éste es mi Cuerpo
Un gran objetivo del Año, según afirmó el Santo Padre a los miembros de la Congregación para el Clero, era hacer que se perciba cada vez más la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea (Audiencia del 16 de marzo de 2009). Y en la Carta de convocatoria insistía: Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo.
Porque, en definitiva, como acaba de afirmar Benedicto XVI en la audiencia general del 26 de mayo, para ser pastores según el corazón de Dios debe haber un profundo enraizamiento en la amistad viva con Cristo, no sólo de la inteligencia, sino también de la libertad y la voluntad, una conciencia clara de la identidad recibida en la ordenación sacerdotal, una disposición incondicional para dirigir el rebaño confiado donde el Señor quiere, y no en la dirección que, aparentemente, parece más conveniente o más fácil. Esto requiere, en primer lugar, la disponibilidad constante y progresiva para dejar que Cristo mismo gobierne la existencia sacerdotal de los presbíteros.