La verdad es decisiva para la comunicación, núcleo de la convivencia democrática
ReligionConfidencial.com
La indispensable rapidez en la información no puede ir en detrimento de la veracidad, sin perjuicio de las rectificaciones. No es posible saber ni hablar de todo, frente a la omnisciencia y locuacidad de que vienen haciendo gala tantos políticos y periodistas. Importa mucho abrir espacios en la sociedad española para el silencio, para que el anglosajón no comment deje de tener apariencia de ocultación o sospecha.
Pero más aún se impone importar la tradición de erradicar la mentira de la vida pública. Una sociedad no puede funcionar con tantos y tan continuos engaños. A veces resulta hasta patético ver cómo un personaje niega o falsea evidencias elementales, sin que nadie le exija la dimisión, dentro o fuera de su partido.
La verdad es decisiva para la comunicación, núcleo de la convivencia democrática. Con información verdadera se construyen las sociedades libres. La mentira precisamente por su apariencia de verdad y bien provoca desinformación, con las diversas variantes de autoritarismos, prepotencias económicas y de todo tipo. La verdad no es un límite del derecho a la información, como a veces se dice sin fundamento, porque forma parte de su contenido. Más sentido tiene la posible tautología que expresa el reconocimiento jurídico de la información veraz.
"La sociedad tiene derecho a una información fundada en la verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad", afirma el Catecismo de la Iglesia Católica (CEC 2494). Recuerda que los trabajos informativos, aparte de otras finalidades culturales y humanas, son un servicio del bien común, como señalaba Inter mirifica (IM 11). Porque resulta indispensable para la libre participación en la vida pública (cf. Gaudium et Spes 31, 3, citado en CEC 1915). Como expresó alguna vez Noam Chomsky, la comunicación es a las democracias lo que la fuerza a las dictaduras.
Dentro de la actual España invertebrada, por usar el viejo calificativo de Ortega, agudizada tras la muerte de Montesquieu, la crisis de las instituciones está alcanzando límites difícilmente sostenibles. Pero es que, además, la antigua y debilitada división de poderes, se entrecruza con la poderosa fuerza alcanzada por los medios de comunicación, especialmente llamativa en estos tiempos de incertidumbre.
Ante la situación, no se justifica la pasividad de los ciudadanos, no meros destinatarios de esos medios. Deberían ser protagonistas de la comunicación, como cauce de participación democrática. Pero en España resulta excesiva la tendencia a pensar que otros resuelvan los problemas, que nos saquen las castañas del fuego.
Se ha superado con creces el tiempo de mojarse, jugándose quizá el prestigio personal y, tantas veces, los propios medios económicos, aunque no sean excesivos. El objetivo señalado por el Concilio Vaticano a los creyentes de contribuir a formar y difundir una recta opinión pública (cfr. CEC 2495, IM 8), no se compadece con el inhibicionismo.
Ciertamente, basta asomarse a las páginas de las Redes sociales, para observar que no se ha perdido capacidad de protesta. Pero sigue faltando temple activo, para comprometerse en tareas quizá arriesgadas, pero que puedan favorecer, con palabras conciliares, lo que sobresale en virtud, ciencia y arte (IM 9). Al menos, hace falta suscitar más capacidad de apoyo económico y técnico: IM 17 y de aplauso, ante iniciativas valientes de otros.
Los creyentes no tenemos por qué convertirnos en lobbies, como los que no dejan de salir continuamente a la palestra en cuanto un político, un profesor o un juez dice algo que no les gusta. No suelen entrar en razones ni argumentos. Se limitan a descalificar, con frecuencia con modos francamente antidemocráticos. Más bien predisponen en contra, salvo para espíritus medrosos.
Más interesante considero una actitud atenta hacia tantas cosas positivas que es preciso aplaudir. No podemos dejar solos a quienes actúan, escriben o promueven iniciativas, sin necesidad de compartir al cien por cien proyectos o criterios. Porque la gente no se imagina lo escasas que son las palabras de aliento que reciben quienes se fajan a diario en grandes cuestiones culturales y doctrinales. Me lo comentaba hace años uno de nuestros grandes críticos literarios, Carlos Pujol: le escribían editoriales y autores a los que había tratado bien en sus reseñas; nunca, lectores agradecidos por la orientación que recibían.