Una condena de tal calado no se había pronunciado desde tiempo inmemorial
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Se llega a una paradoja trágica cuando al afirmar algo de trascendencia con toda firmeza y rigor, el ruido y la polución sistemáticas lo tergiversan hasta el extremo de que la afirmación se convierta en negación; la claridad, en ambivalencia; la entereza, en duda.
Benedicto XVI lleva tiempo diciendo lo mismo sobre el escándalo de la pederastia, pero se le han atribuido otras versiones, contradictorias cuando no contrapuestas. Una y otra vez, casi en un crescendo que es sólo aparente, su mensaje era el de la transparencia, de honda humildad y exactitud intelectual. Está todo en la Carta a los católicos de Irlanda.
¿Se podrá ahora interpretar de cualquier otro modo lo dicho en Portugal? Queda alto y claro: ha dicho que la más grande persecución a la Iglesia no viene de enemigos de fuera, sino que nace del pecado de la Iglesia. Quienes hayan minimizado, camuflado y maquillado estos delitos funestos, a veces al amparo de comparaciones estadísticas, son una prueba de cómo las buenas intenciones se convierten en una vertiente del relativismo, en el mejor de los casos.
El enemigo en casa. Esas defensas melifluas y siempre parciales pueden causarle al catolicismo más daño que la verdad cruda, desnuda, casi beligerante, porque al final sólo cuenta que la verdad nos hará libres. Caiga quien caiga. «El perdón no sustituye a la justicia», ha dicho el Papa Ratzinger, y es lo que llevaba tiempo diciendo, tanto sobre el caso Maciel como con el escándalo de la pedofilia. Para tales conductas existen la Policía y los jueces. No basta para nada con el derecho canónico: aplíquese el Código Penal.
¡Cuánto perdón habrá de pedir Benedicto XVI en nombre de la Iglesia católica siendo él quien antes quiso echar abajo el tinglado de los mercaderes del templo! Es otra paradoja trágica, algo que un agustiniano de tanto fuste como él ha de percibir con una claridad dolorosa.
Se le creía absorto en sus meditaciones teológicas, pero estaba escrutando el corazón de las tinieblas, en un ámbito del mal al que se le había consentido un territorio, una impunidad y casi un método. Hubo quien prefirió tolerar internamente ese tumor antes que acudir a consolar y ser justos con las víctimas: es más, hubo quien exigió el silencio de las víctimas para proteger a los culpables.
Sabemos que esas cosas han ocurrido y, en consecuencia, habrá un antes y un después. Para quien quiera escucharla, ahí está la voz alta y clara de Benedicto XVI. Negar la probabilidad de una nueva desconfianza sería engañarse. Entre otras cosas, seguramente haya que reparar algunas disfunciones manifiestas de la Curia romana y transparentar sistemas de responsabilidades. Haría falta un carácter como el de Bernanos para fustigar la bajeza de los comportamientos que han conducido a esta crisis y a la insidia de su negación. Decía: «Para mí, pensar no es una necesidad ni un placer, es un riesgo». Decir la verdad con coraje.
Habrá quien prosiga excusándose en complots, en manejos oscuros. Puede haberlos, pero Benedicto XVI ha hablado alto y claro. También sus palabras constituyen un antes y un después. Una condena de tal calado no se había pronunciado desde tiempo inmemorial.
Sin duda, las circunstancias lo exigían, para el mundo católico y para la presencia del legado cristiano y sus valores en lo que llamamos civilización. La Iglesia católica dice tiene una profunda necesidad de reaprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender, por un parte, el perdón, y también la necesidad de justicia. También habría que ser justos con Joseph Ratzinger.