Lo que está pasando es una aflicción para los católicos que, lógicamente, no pueden más que deplorar
LevanteEmv
Lo que está pasando es una aflicción para los católicos que, lógicamente, no pueden más que deplorar, tal y como está haciendo Benedicto XVI, con toda entereza. Lo que está saltando a la luz pública, siendo como es muy minoritario, no deja por eso de ser desolador: un solo caso, ya es demasiado.
El imperativo amenazante de Jesucristo es especialmente crudo para quienes tienen encomendada la custodia de los niños: «Al que escandalice a uno de estos pequeñuelos, más le valiera que le ataran al cuello una piedra de molino y lo hundan en el mar». Son comportamientos pérfidos que contradicen, y de forma gravísima, su ministerio que es siempre servicio al más débil.
Sin embargo, me gustaría referirme en general al origen de este bochorno, pues no hay semana que no se destape una triste noticia en este campo, en todos los estratos de la sociedad: red de pedófilos, turismo sexual infantil o juvenil, pornografía infantil, etcétera.
Y por el camino que vamos, de instruir precozmente a la juventud en una sexualidad descarnada, estamos abocados a una generalizada corrupción de menores. Porque de lo que se siembra, se cosecha. Las teorías freudianas, de la mano de Marcuse, inundaron la juventud del mayo del 68: hagamos el amor y no la guerra. Bonito compendio, si no fuera porque subyace una subversión moral.
Estas ideas empaparon como lluvia fina. No sólo entre intelectuales de izquierdas o de derechas, sino que llegaron a calar incluso entre moralistas protestantes y católicos que, sembrando la confusión, se posicionaron en contra de la antropología cristiana católica, especialmente en lo que a la sexualidad humana se refiere, aunque no solo. Autores como Charles Curran, Bernhard Häring, Josef Fuchs, en el ámbito anglosajón y germánico introdujeron categorías morales difusas, con suma ingenuidad, llevados por un optimismo irracional antropológico.
Se puede estar de acuerdo o no con la imagen que, conforme a la revelación bíblica, predica la Iglesia Católica desde hace 21 siglos; pero en sí misma considerada es sumamente coherente. Luego, es cuestión de tiempo, una exigua minoría de personas anormales, cegadas por el humo de la espita abierta, se han sumido en el abismo de lo aberrante, a despecho de una autoridad quizá falta de prudencia y liderazgo. Y ahora nos encontramos con esta vergüenza.
San Juan afirma, de los desalmados de su época, que ellos salieron de entre nosotros, aunque no eran de los nuestros. El Papa Benedicto XVI ha tomado con fuerza las riendas de esta miseria moral y ha afirmado con contundencia la «tolerancia cero» para este tipo de salvajes; y el sentido penitencial para reparar estos desaguisados.
Pero no podemos olvidar, al mismo tiempo, que junto a esta exigencia de justicia, conviene tener presente, como afirmaba Ratzinger, que «en el centro mismo del nuevo misterio, que priva de energías a las fuerzas de la destrucción, está la gracia del perdón
. La Iglesia, en su esencia íntima, es el lugar del perdón, en el que queda desterrado el caos. Ella se mantiene unida por el perdón
Ella no es la comunidad de los perfectos, sino la comunidad de los pecadores que sienten la necesidad del perdón
Donde el orgullo priva de este conocimiento, no encuentra el camino que lleva a Jesús» (Joseph Ratzinger, «La Iglesia, una comunidad siempre en camino»).