Su misión no es halagar al mundo, sino devolver a la Iglesia su vocación de santidad
ABC
En la carta que acaba de dirigir a los católicos de Irlanda volvemos a confirmar lo que Benedicto XVI ya nos anticipaba, siendo todavía cardenal, en las meditaciones de aquel Vía Crucis de 2005 que presidió por enfermedad de su predecesor: en la Iglesia hay mucha suciedad; y tanta suciedad no se combate encubriéndola, sino impulsando un proceso de purificación interior que comienza por el reconocimiento de la verdad y la asunción de culpa.
En este «camino de curación, renovación y reparación» que es una de las señas distintivas de su pontificado, Benedicto XVI dirige a los católicos irlandeses un documento conmovedor, lleno de un amor vulnerado que siente como propias las heridas infligidas a los niños y jóvenes víctimas de abusos.
Benedicto XVI traza en su carta un cuadro panorámico del catolicismo irlandés, intrépido y evangelizador, que alcanza su esplendor en el siglo XIX, cuando la Iglesia de Irlanda asume la escolarización de los pobres y envía miles de sacerdotes misioneros a todos los rincones del orbe.
A continuación, constata Benedicto XVI un «cambio social» profundo la secularización de las sociedades occidentales que repercute adversamente en «la tradicional adhesión de las personas a las enseñanzas y valores católicos»; y, como consecuencia de tal cambio, un alejamiento de los propios sacerdotes y religiosos de «las prácticas sacramentales y devocionales que sustentan la fe y la hacen crecer».
Tal alejamiento (que ha llevado a muchos sacerdotes a «adoptar formas de pensamiento y de juicio de la realidad secular sin referencia suficiente al Evangelio») es producto Benedicto XVI bien lo sabe del clima instaurado tras el Concilio Vaticano II; y se ha traducido en una pérdida del sentido de la santidad, que es vocación principalísima en cualquier católico. Cuando tal vocación falta, falta la sustancia de la fe, que como Benedicto XVI repite una y otra vez, es adhesión personal a Cristo.
Faltando esa sustancia, el cometido de la Iglesia en la tierra se desentraña y desdibuja: todas las calamidades que, en las últimas décadas, la han afligido se resumen en esta pérdida de santidad, en esta adopción de formas de pensamiento secular sin anclaje en el Evangelio. Y cuando la sal se vuelve sosa, ¿quién puede salar el mundo?
«¿No sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo?», les preguntaba San Pablo a los corintios. En el olvido de esta noción, que es olvido de la vocación de santidad, se halla la raíz del mal. Cuando se relaja el cuidado de ese templo, cuando se descuidan las prácticas sacramentales y devocionales que sustentan la fe, ¿cómo se puede pretender que veamos en el cuerpo del prójimo otro templo del Espíritu?
Benedicto XVI vuelve en esta carta a insistir en la necesidad de extremar el celo en el escrutinio de los candidatos al sacerdocio; y en la obligación de obispos y superiores religiosos de fortalecer la «formación humana, moral, intelectual y espiritual en los seminarios y noviciados».
Reclama, en definitiva, sacerdotes con vocación de santidad que puedan demostrar a todos que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia»; y los exhorta a una penitencia que, al fin y a la postre, consiste en volver a beber en esas «fuentes de agua viva» oración, sacramentos, adoración eucarística que, en su afán por halagar al mundo, en su afán por «adoptar formas de pensamiento y de juicio de la realidad secular sin referencia suficiente al Evangelio», la propia Iglesia ha descuidado.
Fuentes de agua viva que, a estas alturas, el mundo ya ha dejado de percibir como tales; pero Benedicto XVI sabe bien que su misión no es halagar al mundo, sino devolver a la Iglesia su vocación de santidad. En este camino de curación, renovación y reparación se cifra su única esperanza de volver a ser la sal que sala el mundo.