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El documento de la Comisión Teológica Internacional, publicado el pasado mes de junio (2009), bajo el título En busca de una ética universal: nueva mirada sobre la Ley Natural, presenta una exposición actual de un tema tan clásico como el de la llamada ley natural. Este documento ofrece sin duda luces nuevas a una tradición filosófica y teológica de más de veinticinco siglos (1).
El concepto de ley natural está presente ya en la filosofía griega, principalmente en la escuela estoica, y en las grandes tradiciones sapienciales y religiosas (hinduismo, budismo, taoísmo, tradiciones africanas e Islam), como señala el documento.
El interés creciente que suscita o, quizá más bien, la actualidad de esta cuestión viene motivada, entre otras razones, porque constituye una especie de vacuna frente al relativismo preponderante en nuestra cultura que encuentra en el llamado positivismo jurídico su expresión más acentuada.
Esta es la cuestión que se plantea la profesora Janne Haaland Matláry en uno de los epígrafes de su libro El tiempo de las mujeres. Notas para un nuevo feminismo (Madrid, 2000), donde afirma que el principal problema de la democracia occidental moderna es la reducción de las cuestiones éticas a cuestiones de índole pragmática o política. Esto resulta evidente en la falta de respeto por la vida humana en sus aspectos no funcionales: los no nacidos, los discapacitados, los ancianos y los enfermos; y en el hacer depender la eliminación de un ser humano de decisiones pragmáticas tomadas por mayoría (Ed. Rialp, Madrid 2000, pp. 157-159).
Parece como si estas dos concepciones relativismo y positivismo se hubieran convertido en los pilares de nuestro sistema político democrático.
Reconocer la existencia y posibilidad de conocimiento de una ley natural, abre las puertas a afirmar que toda persona tiene la capacidad de discernir a priori entre el bien y el mal en el obrar humano, es decir, antes de cualquier determinación jurídica y, a veces, incluso en contra de ella (como sucede, por ej., en el caso del derecho a la vida en supuestos como el aborto y la eutanasia, hoy tan seriamente debatidos).
El documento de la CTI reconoce precisamente que la racionalidad del ser humano le permite descubrir y argumentar sobre los bienes fundamentales de toda persona. Admite, sin embargo, que para reconocer a determinados bienes humanos un carácter absoluto se necesita partir de un concepto correcto de naturaleza.
Así, si se entiende por naturaleza sólo lo que es comprobable en su dimensión física (el mero aspecto biológico), es decir, algo dado sin más, no cabe posibilidad de diálogo, porque la biología se encuentra encerrada en sí misma y a partir de los hechos biológicos no se pueden deducir normas morales. Y si alguien intentase deducir normas morales a partir de la naturaleza así entendida, tendría razón Hume al decir que se trata de una falacia naturalista.
En segundo lugar, también el racionalismo kantiano, pretendiendo una razón autónoma, que se impone como norma por sí misma y para todos por igual, dificulta también un diálogo racional sobre los bienes naturales fundamentales. Nuestra facultad racional es capaz de establecer la bondad de un determinado comportamiento ético de las acciones, no porque yo así lo establezco, sino porque ser humano está abierto a la verdad sobre el bien, gracias a la cual puede desarrollar mi libertad en el sentido correcto, como afirmó la encíclica Veritatis splendor, de Juan Pablo II. En ella se califica con el término teonomía participada la racionalidad humana sobre el bien frente a la concepción kantiana de una razón autónoma.
Entonces, ¿cómo puede la persona conocer lo que es bueno o malo para él a partir de lo que llamamos naturaleza humana? El hombre dispone de un hábito, en terminología aristotélica, llamado sindéresis, que permite a la razón práctica conocer los fines naturales de la persona (a través de lo que son las tendencias naturales) y los fines de las virtudes. Además, esta percepción de lo bueno y lo malo lo presenta de modo preceptivo, es decir, el hombre debe perseguir estos fines de modo virtuoso. A partir de ahí es como se conoce o experimenta lo que se debe hacer (es la experiencia moral) y, posteriormente, por reflexión sobre esa experiencia, se establecen o formulan los principios o normas morales.
Santo Tomás, al definir la ley natural como participación en la ley eterna por la criatura racional, justifica la racionalidad de esta ley, precisamente por fundamentarse en la Sabiduría eterna, que es Dios. Así, Benedicto XVI en su reciente encíclica Caritas in veritate (2009) afirma que en todas las culturas se dan singulares y múltiple convergencias éticas, expresiones de una misma naturaleza humana, querida por el Creador, y que la sabiduría ética de la humanidad llama ley natural. Dicha ley moral universal es fundamento sólido de todo diálogo cultural, religioso y político, ayudando al pluralismo multiforme de las diversas culturas a que no se alejen de la búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios. Por tanto, la adhesión a esa ley escrita en los corazones es la base de toda colaboración social constructiva. En todas las culturas hay costras que limpiar y sombra que despejar. La fe cristiana, que se encarna en las culturas trascendiéndolas, puede ayudarlas a crecer en la convivencia y en la solidaridad universal, en beneficio del desarrollo comunitario y planetario (n.59 in fine).
De ahí que precisamente, por su racionalidad, se pueda llegar a conclusiones comunes entre las distintas culturas, sin compartir no obstante su fundamento último.
La ley natural no es por tanto algo exclusivo de la fe cristiana, aunque la Iglesia la reconoce y enseña, sino que permite a toda persona argumentar sobre el comportamiento ético y especialmente sobre los valores y bienes en que fundamentar nuestra vida en sociedad.
(1) En busca de una ética universal: Nueva mirada sobre la Ley Natural, de la Comisión Teológica Internacional (texto completo)
Enlace relacionado:
A la búsqueda de una ética universal, de la profesora Ana Marta González, de la Universidad de Navarra, síntesis del documento anteriormente mencionado.
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