Expulsar a Dios, vivir como si no existiera, no es ser más libre
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Si conocieras el don de Dios
(Jn 4, 10). Cuando pensamos en este evangelio del encuentro entre Jesús y la samaritana, nos acude a la mente esta frase de Jesús, que parece dirigida a tantos que no conocen a Dios y no se han parado siquiera a pensar que lo necesitan.
La samaritana sabía de la llegada de un Mesías, pero lo entiende como algo difuso y lejano, que no afecta a su vida ni a sus intereses. Cuando encuentre a Cristo, será consciente de que Dios ha bajado a buscar al ser humano y que la suerte de nadie le es indiferente.
Mucha gente que vive a nuestro lado, en cambio, no espera nada de nadie, y menos todavía de Dios. La dignidad y los derechos del ser humano, que tanto se predican en el discurso político-social y pretende plasmarse en las leyes, se entienden como el triunfo del individuo soberano que no tiene que agradecer nada a nadie. ¿Cómo reconocer, dada esa mentalidad, que hay un Dios que tiene algo que ofrecernos? El don de Dios no es otro que el de sí mismo.
Expulsar a Dios, vivir como si no existiera, no es ser más libre. Es llenarse de dudas e incertidumbres que se pretenden acallar con una orgullosa autoafirmación. Sin Dios, no nos llenamos de seguridad si no que nos pasamos la vida dando la vuelta a opiniones discutibles. Tendremos que resignarnos a que las controversias sean resueltas por la fuerza o por los dictados de una mayoría coyuntural y muchas veces cambiante.
La expulsión de Dios es siempre el triunfo del relativismo. Sin Dios, nadie nos puede decir quiénes somos y qué estamos buscando. Posiblemente pensaremos que no hay nada que buscar y nos dejaremos llevar por la indiferencia o por la inacción.
Hoy se aspira, aunque se oculte en un marco de tolerancia y ampliación de derechos, a que la fe religiosa, especialmente la cristiana, desaparezca por completo de la vida pública. Algunos sociólogos, y por supuesto políticos, proclaman con cierta satisfacción que las sociedades europeas son posreligiosas y no parecen inquietarse cuando los historiadores les dicen que el ser humano siempre ha sido religioso, de una o de otra manera, desde sus más remotos orígenes.
El eclipse de la religión lo observan como un estadio de la evolución humana, que en Europa se ha alcanzado antes que en otros continentes y culturas. Por lo menos, los viejos regímenes comunistas eran más sinceros al hacer apología explícita del ateísmo. En cambio, en el Viejo Continente se quiere ajustar cuentas con la religión en nombre de los derechos humanos y las libertades fundamentales.
Algunos se refieren a la religión como una estructura de poder que ha dominado durante siglos. No se detienen a pensar en la confusión suscitada porque algunos detentadores del poder político aspirasen a convertirse en una especie de ungidos del Señor, pero es simplista, y desde luego muy poco racional, confundir el cristianismo con determinados credos políticos.
Todo esto sucede porque se ha creído que Dios es un obstáculo para el crecimiento del ser humano. Se nos insiste en que somos adultos y autónomos, y que podemos elegir solos nuestro futuro, pero ahí que surge un Dios que nos invita a tener la sencillez de los niños (Mt 18,3). No nos extraña que quieran expulsarle del seno de las sociedades europeas.
Antonio R. Rubio Plo. Doctor en Derecho y Analista de Política Internacional