Una justicia más amplia de lo que suele entenderse al emplear esta palabra
Levante-Emv
Como expresa el título, deseo escribir sobre una justicia más amplia de lo que suele entenderse al emplear esta palabra. Con la definición de Ulpiano, en el lenguaje común, justicia es dar a cada uno lo suyo dare cuique suum.
Sin embargo, como ha escrito Benedicto XVI en su mensaje para la presente Cuaresma, esta clásica enunciación no aclara en que consista eso «suyo», que es necesario asegurar a cada uno. Ciertamente, se podría afirmar que son nuestros todos los contenidos en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, sencillamente porque somos humanos. También es verdad que cada persona debe recibir lo que legalmente le corresponda.
Pero, ¿se puede garantizar todo por ley? Evidentemente, no. Ni siquiera los Derechos Humanos están asegurados a todos, incluso en las sociedades democráticas, donde algunos muy elementales la vida, por ejemplo no son de posesión universal, bien porque una ley lo impide en el caso citado, el aborto legal, bien porque una determinada situación lo hace imposible. En este escenario se encuentra, con desgraciada actualidad, el derecho al trabajo.
Sin embargo, el Papa va más lejos al afirmar que lo más necesario para el hombre no se le puede garantizar por ley; gozar de una existencia plena requiere algo más íntimo: el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. El derecho del hombre a Dios es más necesario que el derecho al pan, con ser éste imprescindible y una obligación el proporcionarlo a todos.
Cita Benedicto XVI unas palabras de Agustín de Hipona, en La Ciudad de Dios: si «la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios». No existe ley alguna que sea dadora de Dios, pero sí hay legislaciones y costumbres que dificultan su conocimiento, su trato y su goce.
Con este entendimiento de la justicia, el mensaje alude a algo actual: la tentación permanente de identificar el origen de los males con causas exteriores a uno mismo. Muchas ideologías reinantes identifican la injusticia con algo venido de fuera. Por tanto, vendrá también de fuera la práctica de la justicia.
Quizá sirvan, incluso para los no creyentes, estas palabras de Cristo: «Del interior del corazón de los hombres proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, los robos, los adulterios, los deseos avariciosos, las maldades, el fraude, la deshonestidad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la insensatez». Esperarlo todo de fuera es miope, ingenuo y de una comodidad estéril.
Hablando de san José, a quien el Evangelio llama justo, decía el fundador del Opus Dei: «No está la justicia en la mera sumisión a una regla: la verdadera rectitud debe nacer de dentro, debe ser honda, vital, porque el justo vive de la fe». Necesitamos las leyes, pero quedan lejos de aportarlo todo y, con fe o sin ella, también dependen del corazón del legislador.
Paradójicamente, la justicia de Cristo es la Cruz: entregándose hasta la muerte, posibilita que cada uno reciba «lo suyo», la nueva vida de los hijos de Dios, frente a la que puede rebelarse el hombre, al poner de manifiesto su falta de autonomía, su necesidad de Otro. Y se precisa humildad para recibir el don.