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Uno de los debates más vivos de la agenda política es el de las relaciones entre política y religión. Así lo ponen de manifiesto, sin ir más lejos, la reciente sentencia del Tribunal de Estrasburgo sobre el crucifijo en las aulas, la votación suiza que impide construir más minaretes o las intervenciones de los obispos españoles a propósito de la recién aprobada ley del aborto.
Son cuestiones complejas, y para valorarlas resulta muy clarificador un libro como el recién publicado 'Cristianismo y laicidad', de Martin Rhonheimer. 'Cristianismo y laicidad' se centra concretamente en la relación del cristianismo y de la Iglesia católica con el poder político.
Una de las razones por la que su lectura resulta tan atractiva se debe al doble compromiso intelectual desde el que parte el autor, que le permite lograr lo que, por motivos opuestos, mucha gente considera misión imposible: conciliar la plena aceptación de la laicidad del Estado y del régimen democrático, y el convencimiento de que el cristianismo es, y debe seguir siendo, una fuerza transformadora del mundo a la luz del Evangelio.
Martin Rhonheimer (Zürich, 1950), profesor de Ética y Filosofía Política en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz en Roma, sacerdote del Opus Dei, es un decidido defensor del sistema político liberal fraguado en la Modernidad.
Considera que el ethos político de las democracias constitucionales un ethos que es, simultáneamente, un ethos de la paz, de la libertad y de la justicia representa un bien político irrenunciable; o, como señala un documento del magisterio eclesiástico reciente, un «valor adquirido» que «pertenece al patrimonio de civilización alcanzado».
Ciertamente, la aceptación por parte de la Iglesia de la democracia liberal ha sido tardía. El autor explica en la primera parte del libro cuáles han sido las dificultades que han motivado tal retraso y la evolución doctrinal dentro de la Iglesia católica hasta llegar a la doctrina actual sobre la democracia y la laicidad del Estado.
Resume, además, magistralmente las vicisitudes de las relaciones muchas veces tormentosas y no pocas veces mal resueltas entre el poder político y la Iglesia. Pero también recuerda el profesor suizo que el cristianismo constituye una de las condiciones de posibilidad de la democracia liberal. La cultura política de la modernidad sólo pudo surgir en suelo cristiano y, vaticina, que solamente permanecerá mientras los valores cristianos continúen permeando la sociedad.
Aunque suene paradójico, la laicidad del Estado constituye una exigencia del mensaje cristiano y posee inspiración cristiana. El cristianismo apareció en la historia como una exigencia de libertad religiosa y, por tanto, como separación entre poder político y religión. A los primeros cristianos no se les pasaba por la cabeza la idea de algo parecido a un Estado católico.
Ahora bien, una cosa es el laicismo político y otra muy distinta lo que Rhonheimer denomina concepto integral de laicidad o integrismo laicista.
Una cosa es establecer netamente la legitimidad y necesidad de un Estado aconfesional, que no hace suya ninguna confesión religiosa, que se declara incompetente en materia religiosa y en el que la ciudadanía no está en absoluto condicionada por las creencias que se posean o no se posean, y otra cosa es considerar que el Estado debe promover la increencia o el ateísmo.
Frente a una concepción meramente política de la laicidad, es decir, la laicidad entendida como rasgo de la organización del Estado, el concepto integrista de laicidad va más allá, y desarrolla una interpretación de la laicidad que ya no es meramente política.
Se trata de una idea de laicidad según la cual el Estado debe rechazar cualquier forma de influjo de las creencias religiosas en la esfera política, lo que en la práctica significa una anulación de las virtualidades de las creencias religiosas y un juicio negativo y limitativo de las religiones.
«La laicidad integrista, advierte Rhonheimer, pretende la autonomía de las instituciones políticas no sólo como autonomía política, institucional y jurídica, sino también en un sentido comprensivo como último criterio moral en el ejercicio de dicha autonomía (...) Tiende a convertir los hechos mismos mayorías concretas, medidas legislativas, etcétera en valores políticos supremos y moralmente inapelables ( ). Por su propia naturaleza y a modo de principio, este tipo de laicidad tiende a anular la distinción entre poder y moralidad». Y hay que reconocer que tal anulación contiene un sesgo totalitario.
Por otra parte, la autocomprensión de la Iglesia incluye su obligación de proclamar la verdad del Evangelio, también cuando dicha proclamación resulte contraria a algunas decisiones políticas. Por ello, la Iglesia siempre ha reclamado la libertad e independencia para organizarse internamente y para cumplir la misión que le ha confiado Jesucristo.
En este sentido, es preciso admitir que la Iglesia representa, en efecto, un poder, sí; pero un poder netamente cultural, no político y perfectamente aceptable en el marco de un Estado laico. A quienes corresponde actuar políticamente en el ámbito político es a los fieles laicos, a título personal y ejerciendo lo que Rhonheimer denomina «secularidad cristiana», es decir, una participación activa en el juego político, desde la plena aceptación no estratégica, sino cabal de la legitimidad del orden político y sus instituciones democráticas.
La secularidad cristiana impele a los laicos a intentar hacer valer en el plano político sus convicciones, pero están obligados, si quieren ser escuchados, a mostrar el valor político de sus propuestas mediante su justificación pública. También corresponde a ellos, sobre todo en la dimensión educativa y familiar, mostrar de manera práctica el nexo entre verdad y libertad; un nexo que propiamente no le corresponde garantizar al orden político en cuanto tal.
Admite el autor que la Iglesia, cuya autocomprensión incluye la misión de redimir un mundo caído, a pesar de admitir la plena legitimidad de un Estado laico está abocada a mantener una tensión permanente con la política. Pero esa tensión representa una consecuencia de su misión salvífica en el mundo y una manera de garantizar la posibilidad de un juicio moral sobre las decisiones políticas. Algo que, sin duda, representa un gran bien.
La lectura de este libro resulta recomendable para cualquier persona de derechas o de izquierdas a quien preocupe la cuestión. El lector podrá estar o no de acuerdo con las tesis que sostiene el autor, pero tendrá la convicción de que asiste a la exposición lúcida e intelectualmente honesta de un tema apasionante en la política.Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
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