Alfa y Omega
Por más que ciertas agencias y que las autoridades israelíes se empeñen en ofrecer itinerarios turísticos en Tierra Santa, centrados en un divertimento profano, disponer los pasos y el corazón hacia el país de Jesús el Nazareno, es una vivencia que deja huella indeleble en el peregrino.
Gracias a la generosa invitación de Turismo y Peregrinaciones 2000, Alfa y Omega se ha puesto en camino, en una travesía que va de la tierra del Maestro a las entrañas mismas de la fe del peregrino.
Y siguiendo una de las más antiguas tradiciones de los peregrinos católicos, ofrecemos un fragmento del diario de viaje que cualquier peregrino podría escribirle a una amiga de Dios Filotea, que no haya estado allí.
Aunque no hará justicia a lo mucho que usted experimentará si, en esta Cuaresma, desea preparar esta Pascua subiendo a Jerusalén.
Querida Filotea:
Tierra Santa no es sólo uno de los lugares más convulsos del planeta. Es, probablemente, el único en el que, para conocerlo, vivirlo y degustarlo necesitas cerrar los ojos en buena parte de sus paisajes. Porque sólo así puedes escuchar el eco de la Palabra, tantas veces oída y nunca antes explicada por el viento y por la tierra.
Así, cuando contemplas la fértil y verde Galilea, cierras los ojos, desempolvas los versículos que años de celebraciones han ido posando en tu interior, y vuelves a mirar para descubrir Sus huellas.
Porque, Filotea: Jesús y los suyos han estado aquí. Han pisado esta tierra, han comido de estos campos, han subido estos montes, han lavado sus manos en estas aguas, han crecido entre estas cuevas, han aprendido la historia de Israel en estas sinagogas, hoy en ruinas.
Todo aquí te habla de Él, y cimbrea en tu mente un Fue aquí, fue aquí, aquí ocurrió. Ves a Jesús en Nazaret, de dónde era su Madre, y donde a ella le fue anunciado su desposorio divino.
Y ves con tus propios ojos la gruta natural y horadada por el hombre, de un gris pálido y terroso, casi violáceo, en la que el Sí de una joven cambió la Historia y nuestra historia, porque el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros. No hay basílica, por grande que sea, capaz de encerrar semejante porción de roca sin que parezca una mera carcasa...
Oler las parábolas
En aquella Nazaret, que, hasta hace no tanto, pocos creían ciudad histórica (los restos arqueológicos aledaños a la basílica de la Anunciación se descubrieron en el siglo XX), ves criándose a Quien sería nuestro Maestro; en apenas un terruño agreste de poco más de cien habitantes, viviendo en casas más pobres que humildes, excavadas en la roca o levantadas a pocos pies del suelo.
Y ves las calles, caminos y senderos que José y Jesús recorrieron, ofreciendo sus servicios hasta que, seguramente, probaron suerte en Séforis, a unos kilómetros de distancia y donde las obras emprendidas por Herodes auguraban más prosperidad para dos tekton como aquel padre sin hijo y aquel Hijo del Padre.
Hueles los aromas de la tierra mojada y removida para la siembra, en las laderas cultivadas que el Mesías recorrió en anonimato perfecto, y donde aprendió, observando, cómo crecen las semillas de la mostaza, cómo los pájaros hacen sus nidos y las raposas sus madrigueras, cómo los labradores gastan el tiempo arrojando semillas en unos campos salpimentados de rocas y senderos que serpentean. Y recuerdas sus parábolas. Y comprendes, observando.
Y Le ves, ¡claro que Le ves!, a orillas del lago de Genesaret, que otros llaman Mar de Tiberiades o de Galilea, hablando con los pescadores, moviéndose entre los aparejos que descansan en los cantos rodados de negro basalto, contemplando las montañas enverdecidas por las lluvias del invierno, aprendiendo a reconocer los perfiles que se vierten en sus costas: el Hermón, el Golán...
Cierras los ojos para verle subiéndose a una barca a faenar con Pedro, mojándose los pies al encallarla, y dirigirse a la casa de su amigo, a unos pasos de la orilla, en Capernaun, o Keffar Nahum, o Cafarnaún.
Afinando los sentidos, puedes oírle pisar la tierra apomazada entre las rocas del suelo un suelo que te obliga a barrer si cae una moneda y se cuela entre los guijarros, como la mujer de la parábola, en el hogar de su amigo. Él, que le abrió las puertas de su casa al Mesías, por más que no tenía ni más ni menos lujos que sus vecinos: estancias pequeñas, sillares de roca sin labrar, un techo de palos y ramas que puede quitarse para descolgar una camilla...
Buscas en el Evangelio que alguien te sembró, y descubres al Nazareno apoyando su espalda en la pared de la vivienda, hablando con la suegra de Pedro. Bien sabría ella Quién le había curado las fiebres y a Quién había servido después, porque a Dios sólo se le ama sirviéndole.
Tampoco a Él lo reconocieron
Mas no olvides, Filotea, que Jesús no limitó sus palabras a esa región. Por eso, cuando dejas atrás Galilea y Jericó para subir a Jerusalén, tienes que atravesar el desierto, lugar agreste donde, sin embargo, pace el ganado, y donde una oveja está perdida sin un buen pastor. ¿Lo entiendes ahora, verdad?
Entonces aparece, casi por sorpresa, tras esquinar una colina. La ciudad que vio matar al Hijo del hombre. La ciudad que vio resucitar al Hijo de Dios. Jerusalén. Has de venir, Filotea, porque no hay quien narre el abismo que se abre en el corazón del peregrino, que cambia el Fue aquí por un Fue por mí.
¡Cómo no hacerlo si besas la roca en la que sudó su angustia en el Monte de los Olivos, hoy piedra central de la iglesia de las Naciones! ¡Cómo no proyectar sus pensamientos en los tuyos al recorrer el torrente Cedrón, que Él subió libre aquella noche, y bajó preso de la traición y de mis pecados!
¡Cómo no estremecerte hasta la lágrima al recorrer el Vía Crucis que padeció, no por las mismas calles, pero sí ante la misma indiferencia de los unos, las mismas burlas de los otros, la misma incredulidad de los suyos, porque vino a los suyos y no lo reconocieron!
No. No está aquí
Y te asombra la historicidad de los Santos Lugares. Un ejemplo, entre mil: bajo el Gólgota, la Gruta de Adán conserva testimonios de ser lugar de culto desde sólo tres años después de la muerte de Jesús, cuando aún había discípulos en Jerusalén. ¿Te reunirías tú allí, si no supieses que la muerte de tu amigo te libró del pecado, y que su muerte no fue el final?
Ellos lo habían depositado en la losa que hoy incensan los franciscanos, en el Santo Sepulcro. Un Sepulcro que hoy, como entonces, está vacío. Porque no está allí. Porque no estaba allí. Porque ha resucitado. Y todo es real. Y todo fue aquí.
Y todo lo vio, lo escuchó, lo sintió; y lo ves, lo escuchas y lo sientes. Y lo ve, y lo escucha, y lo siente Él ahora, desde el sagrario. Si no fuera porque se ha quedado, nada de esto tendría sentido. Pero lo ha hecho. Y aquí, Filotea, lo comprendes observando.
José Antonio Méndez. Jerusalén
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