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La visita de Benedicto XVI a la sinagoga de Roma, segunda de un Papa tras la de Juan Pablo II en 1986, había sido destacada por algunos medios como un encuentro cargado de polémica tras la reciente decisión del Pontífice de abrir el camino para la beatificación de Pío XII, aquel Papa que algunos se empeñan en identificar con el Papa de Hitler aunque en los años inmediatos de la posguerra autoridades civiles y religiosas judías le brindaron elogios por la ayuda prestada a su pueblo perseguido.
En la Iglesia católica se lucha para que un día desaparezcan los prejuicios y se esclarezca la verdad, pese a las acusaciones de pasividad ante el Holocausto que se atribuyen al Papa Pacelli. Por de pronto, Benedicto XVI ha hecho una alusión indirecta al tema en su discurso en la sinagoga romana: «También la Sede Apostólica llevó a cabo una acción de socorro, a menudo oculta y discreta».
Sin embargo, el pasado no es el eje de este discurso aunque el Papa no haya dejado de reconocer las atrocidades antisemitas de las que fue escenario Europa, y en particular Roma, en la primera mitad del siglo XX. Basta con que surjan idolatrías como las del hombre, la raza y el Estado, citadas por el Papa en su discurso, para que la dignidad humana sea pisoteada, en lo físico o lo moral.
En aquella época se tradujeron en crímenes horrendos. Emotivo ha sido el recuerdo del actual Pontífice a las palabras de Juan Pablo II en el Muro de las Lamentaciones, unas palabras en las que se pide el perdón del Dios de nuestros padres, que eligiera a Abrahán, por el comportamiento de cuantos, a lo largo de la Historia, han hecho sufrir a sus hijos del pueblo judío.
En esta era de los derechos, por utilizar la expresión del jurista Norberto Bobbio, las idolatrías adquieren nuevas formas pero atentan contra la dimensión moral del hombre. Seguramente esto sucede porque la humanidad ha olvidado un marco de referencia, hechizado por las promesas de autoproclamados libertadores, y Benedicto XVI ha tenido que recordar ese marco porque es lo que une a cristianos y judíos.
Se trata de los Diez Mandamientos, que el Papa califica de «gran código ético para toda la humanidad». Esto nos recuerda que en los trabajos previos a la elaboración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, algunos ponentes sugirieron que el Decálogo debería acompañar al texto que se aprobase, con lo que estaban afirmando que las Diez Palabras, como las llaman los judíos, era la expresión de la ley natural inscrita en la conciencia de cada ser humano.
Las palabras de Jesús son inequívocas: quien desee entrar en la vida, debe guardar los mandamientos (Mt 19, 17). Las ha recordado Benedicto XVI para subrayar la fuerza del Decálogo dado por Dios a Moisés, que nunca han aceptado las ideologías inhumanas y las seudohumanistas. A continuación, ha expuesto tres ámbitos de colaboración entre judíos y cristianos a partir del Decálogo.
«Las Diez Palabras piden reconocer al único Señor, superando la tentación de adoptar otros ídolos, de construirse becerros de oro. En nuestro mundo, muchos no conocen a Dios o consideran que es superfluo, que no tiene relevancia para la vida; se han fabricado, de este modo, otros dioses nuevos ante los que se inclina el hombre». El Papa llama a judíos y cristianos para que pongan de relieve ante un mundo materializado la dimensión trascendente.
Si la historia del antiguo Israel es una sucesión de fidelidades e infidelidades, de lucha entre el culto al verdadero Dios y a los falsos dioses, la historia posterior de la humanidad no es muy diferente, pues también está llena de altibajos. Hay quienes proclaman triunfalmente el fin de la religión, en especial de la judía y de la cristiana, en nombre del progreso técnico e incluso de un mundo perfecto, pero siempre habrá creyentes que se mantendrán fieles para testimoniar que la muerte de Dios está lejos de haberse producido.
«Las Diez Palabras piden respeto, protección de la vida, contra toda injusticia y abuso, reconociendo el valor de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios. ¡Cuántas veces, en todas las partes de la tierra, cercanas o alejadas, siguen pisoteándose la dignidad, la libertad, los derechos del ser humano!». Benedicto XVI recuerda que esas aspiraciones de justicia y de paz, que tantos proclaman hoy en el mundo, no serán posibles si no se protege la vida. Suenan a palabras huecas cuando el hombre se atribuye, sin que nadie le haya otorgado tal facultad salvo sus ansias de poder, una libre disposición sobre otros seres humanos, en particular sobre la vida naciente o declinante.
«Las Diez Palabras exigen conservar y promover la santidad de la familia, cuyo sí personal y recíproco, fiel y definitivo del hombre y la mujer, abre el espacio al futuro, a la auténtica humanidad de cada uno, y se abre, al mismo tiempo, al don de una nueva vida». Es una llamada a la defensa de la familia, amenazada por quienes pretendan elevar el egoísmo o el capricho personal a la categoría de derecho, y en modo alguno supone una mera defensa de la tradición.
Decir que la familia es la célula esencial de la sociedad no es una frase manida. Una sociedad sin familias, entendida como un mero agregado de individuos en lucha por sus intereses, se deteriora y forma una sociedad inhumana. Se da la paradoja de que quienes divinizan al hombre, suelen terminar forjando el ídolo de un reyezuelo arrogante y despojado de sus rasgos de humanidad.
Benedicto XVI nos ha recordado que judíos y cristianos están unidos por los Diez Mandamientos, pero la universalidad del Decálogo del Sinaí se hace extensiva a todos los hombres.
Antonio R. Rubio Plo. Doctor en Derecho y Analista de Política Internacional
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