Ideal.es
Winston Churchill recorrió estas tierras, vio un enorme vergel y se volvió. Era entonces otoño de 1907, primera mitad del siglo XX. Y es cierto: aún había safaris. Pero hoy Uganda vive sin safaris, sin Churchill y con el mismo vergel. También el dictador Amin dejó la tiranía hace 31 años y no conoció la afabilidad de su pueblo. Hoy, salvo en el norte del país, la vida es ordinaria en la Perla de África. Una paz en el corazón africano que avanza al ritmo del sol.
Un camión me persigue en una aldea africana. Y no es un sueño. Es una realidad de seis metros tras mis pies camino de un cementerio a 30 grados y un 70% de humedad. Palmeras, plataneros y maizales crean un muro natural. La vereda tiene tres metros de ancho. No hay margen para hacerme a un lado. «Aquí todo es vida y muerte al mismo tiempo» dijo alguien mientras atravesaba el lago Victoria. «Maldita sea. Mal momento para recordar».
El rugido del motor taladra mis oídos. Los arbustos mueren detrás aplastados bajo las ruedas del vehículo. La tierra es intensa como la sangre. Una señora de piel gastada se cruza en la vereda con un velo rojo, huyendo del polvo levantado. «Siga hacia adelante y lo verá», grita. Y así hago. Silbo, no pienso dónde ni cuándo lo encontraré. No queda más que confiar, pensar que el subconsciente está equivocado y que el camionero te acompaña al cementerio sin la intención de atropellarte y dejarte allí sin vida.
El camposanto alberga siete tumbas blancas y una de tierra. ¿Quién? ¿De dónde proceden? Sólo una breve lápida en una de ellas: «Lula Kijoma, 12. Dic 1955. I go to prepare a place for you (John 14, 3)». «Monsergas», me digo. El camionero esboza unas palabras «Mi padre cruzó frontera. Murió delgado y viejo, no de malaria», susurra él mientras se quita su gorra y yo intento descansar a la sombra de un eucalipto. «Lo siento apunto aturdido y desconcertado, pero eso dígalo usted en Europa. Muchos creemos que todos o casi todos los africanos, incluido su padre, mueren por los efectos del sida, la guerra o las pateras. Es el todo o nada sobre 800 millones de personas. Demasiada visceralidad para preguntarse si no existe una vida y una muerte ordinaria más allá de los estereotipos del drama televisivo». «Ok, sir, y en su país ¿también todos mueren de lo mismo?». Entono un lógico «pues no...» y cuento de la probabilidad de que te enganche la gripe porcina o de la ancianidad bien llevada hasta la muerte natural.
A 5.550 km de Granada
Bajo un sol cegador en Suka, aldea a 32 kilómetros de Kampala y a 5.500 km de Granada, hay un continuo fluir de personas en torno al pozo de agua del poblado. Agua para beber, agua para cocinar, agua para ofrecer. Emasagra sería aquí el rey de la selva Los niños sonríen esbeltos y fibrosos intentando extraer el oro líquido. Las niñas, más tímidas, andan deprisa. Huyen de los gritos adolescentes llevando tanques de agua sobre sus cabezas o en bicicleta.
Entre el tumulto sorprende la señora de piel gastada del kitagui rojo que sólo contempla el bidón a sus pies. El velo realza su presencia. Venciendo la vergüenza, levanta el cuello con dignidad. «De vez en cuando se aparta del grupo y llora. Lejana a las miradas se siente libre», dice una vecina. «Hace tiempo se apagó su carácter. Hoy es tímida, aunque es una mujer dura que se bebe sus lagrimas». «¿Cómo fue?». «Tendrá que preguntarle a ella ».
El caso es que la señora de piel gastada vive hoy con sus tres hijos al borde del bosque, junto a la pequeña escuela de Suka. Su marido, John Lutalo, trabaja 17 horas al día para traer unos chelines a casa. Ella trabaja al mismo ritmo. Tanto haces, tanto cobras. Aquí la escuela vale 25 euros al año y el 60% de la población vive con menos de un euro al día.
En la casa de adobe no tienen luz, ni faroles, ni cerillas. Sólo guarda un pintalabios rosa que conserva en un bote de cristal para el día que tenga dinero para sus hijos. Así que tampoco hay almanaques de los políticos del país, ni calendarios sobre las paredes. Las fechas ya no deben de existir para ella. El calendario de papel más cercano es el que vio en el barracón de la escuela, situada a 150 metros de casa cuando fue a preguntar por la escolarización. Solo estuvo allí una vez y debió estremecerse al contemplar los años que, pensando, habían transcurrido para ella y sus hijos desde el suceso. Pero no volvió a la escuela.
«Anda, échame una mano con las judías y ponle a tu hermano el pantalón», dice a su hija mayor. Junto al enorme perol donde cocina la señora de piel gastada Caloline trepa por un árbol. Una cuerda en la rama sirve de improvisado columpio. El balanceo es discontinuo. A su espalda un ser diminuto le empuja. El ser diminuto no lleva aún pantalón, ni zapatillas. Su velocidad es inversamente proporcional a su tamaño así que, cansado de empujar, decide correr como diablo al infierno. Su nombre es Davin, de cuatro años, y la señora de piel gastada sabe que su hijo se detendrá junto al camino. En la lejanía Davin se tira al suelo, cierra los ojos y retrocede.
Musungus
Ante sus ojos aparece un grupo de musungus. Los musungus no son insectos. Es la palabra local para designar al hombre de piel blanca que, como las vacas, forman manada ante lo desconocido. Davin regresa con enormes saltitos «Madre, vienen hombres de otro color».
Los musungus son quince universitarios españoles despreocupados. Entre ellos, Chema Martínez, un médico socarrón bajo una camiseta amarilla del Zaidín, Asociación Alayos. «Good morning lady», le dice a la señora de piel gastada mientras éste avanza hacia el punto de encuentro. La señora levanta la mano con timidez e inclina su cuerpo sin articular palabra.
Robert Kassidy, ugandés de sonrisa generosa y blanca, peón de mono azul, habla a los musungus y lugareños. «Bueno, nos esperan tres semanas de trabajo intenso... Construiremos la cimentación, vigas y muros de la nueva escuela del poblado. Empezaremos con el mortero y el hormigón. De momento, podemos bajar esos sacos y ladrillos. Tenemos doce toneladas de cemento, setenta y dos toneladas de arena y treinta mil kilos de piedra. La hormigonera espera». Davin, bajo las faldas de su madre, mira embobado al musungu más cercano. Junto a los vapores del perol, donde el maíz y las judías forman un potaje, ha recuperado el hambre y ha perdido el miedo. La señora de piel gastada acompaña a otras mujeres y hombres a la zanja, rodeados de niños del colegio con sus uniformes naranjas y verdes.
Uno más
«La nueva escuela de ladrillo sustituirá al barracón de madera. La nueva sede dará mayor estabilidad en la zona. Ahora en clase tenemos hacinados a 193 niños con edades entre 3 y 12 años. Así, las familias no tendrán que mandar andando a sus hijos hasta el siguiente colegio a 4 kilómetros ». señala Chema Martínez, que conoce los detalles porque dirige este proyecto de Cooperación y Desarrollo Universitario (CDU). «Trabajamos en Suka con entes locales y la colaboración de la Fundación Cultura y Sociedad en España. Lo hacemos Harambee, todos a una. Por eso trabajamos junto a los ugandeses para ser uno más con el poblado. Estamos a sus órdenes, así que venimos a comprometernos».
«Sí, hombre, está claro. No somos gallinas, preferimos ser cerdos. Es decir, la gallina pone un huevo y se olvida pero el cerdo se compromete y pone el jamón de su pierna» apunta Juan María, un tipo con una camiseta que reza: «Yo seguí al Real Jaén en Segunda división B». «¿Y no se sienten salvadores?» Pedro Ceballos, un granadino despierto que compagina el derecho con una sana locura, interrumpe la conversación. «Aquí no somos salvadores de nada. El colonialismo se acabó hace tiempo. Si usted quiere ver a los Marines vaya a Westpoint».
A buen ritmo el colegio alcanza su fisonomía. El nuevo colegio, sin ser el Instituto Padre Suárez, tiene tres clases entre 18 metros de largo por 6 metros de ancho. «Suficiente», apunta Ignacio, residente en Granada, del Colegio Mayor Albayzín. «Es lo mejor que podemos hacer por nuestro país: ofrecer educación para el futuro de la democracia. Derribar muros, cruzar fronteras. La vida consiste en cruzar fronteras, no sólo geográficas, como los musungus, sino también las humanas y diarias: trabajo para mi familia o no; busco comida para mis hijos o no; les doy colegio o no; venzo el cansancio o no », señala con sentido común Kassidy, el ugandés de 23 años, del Opus Dei que, casado con una antigua musulmana, debe de haber cruzado fronteras...
También los kilos se pierden y las barbas crecen. El sol aprieta y a las 17.30 horas los musungus regresan a su improvisado hogar africano: un par de tiendas de campaña en lo alto de una colina, en el interior de una granja. «No lo entiendo». Los musungus están desconcertados. «Tengo dos preguntas dice uno de ellos ¿Cómo es posible que la señora de piel gastada trabaje gratis haciendo la comida para los obreros que construyen la escuela? Y ¿cómo es posible que sus dos hijos, los niños más cercanos al colegio no estén en clase? No entra dentro de la lógica ni de mis planes occidentales. Tanto haces, tanto cobras, tanto ganas. Y aquí hay alguien que recibe la nada a cambio. No lo entiendo». «¡¡Silencio¡¡, hay que dormir», grita alguien. Y es cierto, a las 6.30 tocan diana en pleno verano en el ecuador africano.
«Tengo ahora 36 años, digo 26», se desdice femeninamente sin saber por qué. Jane Nankya, que así se llama la señora de piel gastada, tenía un pequeño farol encendido en la oscuridad de 1999. Nankya era una joven que contemplaba la fecha señalada de su boda. El calendario terminó ardiendo un 20 de abril, al anochecer. El bidón de parafina de combustible explosionó en su pequeña chabola. El fuego recorrió brazos y parte del cuello. El fuego apagó su carácter y su hombre se marchó. Desde entonces dejó de contar los días.
El futuro
«Los musungus se preguntan qué futuro le espera a sus hijos y por qué cocina para la comunidad», susurra Robert al recoger la ración de judías. Silencio junto al perol, esta vez solitario. Dos lágrimas caen. «No plan yet. (No tengo plan todavía). No future. La comunidad es mi familia». Y aturdida en sus reflexiones Jane Nankya se aleja para enjugarse las lágrimas y abrazar locamente a Harriet, el pequeño de once meses.
«No hay tiempo para más. Sólo falta el tejado», señala Robert. El motor del minibús arranca. Sí, quizá sea cierto el I go to prepare a place for you (yo te prepararé un camino) porque son palabras que también se refieren a los vivos como Calo, Davin y Harriet que cruzan fronteras diariamente. El vehículo se pierde en la sabana con los quince musungus. El director de la escuela ha recibido un cheque desconocido para la señora Jane. Nankya sale del bosque con el carmín de sus labios rosas.
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