Aunque sea verdad
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El octavo mandamiento no es de los más trabajados en España. Al menos, así me lo parece desde hace años. Siempre me ha molestado lo saben mis amigos, el desconocimiento de tanta gente acerca del deber moral de no escuchar las murmuraciones. No sé si es más o menos pecado difundir lo negativo de otros, o aceptar pasivamente los comentarios que llegan. Pero me repugna la facilidad con que se escuchan insidias o defectos ajenos. Es un mal común hoy en la vida pública española, que aleja a la gente de bien de la política.
Por esto, me ha alegrado encontrarme con un texto del famoso Pastor de Hermas, que no me resisto a reproducir, a pesar de su extensión: No murmures de nadie ni oigas con gusto al murmurador; en otro caso, tú también te harás, por oírle, reo del pecado del murmurador, si dieres crédito a la murmuración que oyeres, y es así que, de creerla, tú también guardarás alguna malquerencia contra tu hermano. (
) Mala es la murmuración, demonio inquieto es, que nunca está en paz, sino que tiene siempre su vivienda entre disensiones. Apártate, pues, de él y vivirás en buena armonía con todos (Mandam. II, 23).
Las mentiras y los falsos rumores destruyen aquella tranquilidad en el orden en que consistía la paz para san Agustín. Vemos aún hoy cómo tratan de recuperar la normalidad en la convivencia, y no es nada fácil, en tantos países del Este: el comunismo arrumbó la verdad, con sus continuadas falacias. Sembró la desconfianza, incluso, dentro de las familias.
En el campo occidental, la veracidad sufre más bien a través de la prensa amarilla, que explota sensacionalismo y debilidad. No le van a la zaga algunas revistas del corazón, impresas o audiovisuales. Y no digamos el runrún continuo al que se prestan las Redes sociales. Hemos visto en fechas recientes como se deshacía por completo la honra de un hombre, acusado injustamente de agredir a una niña, que había sufrido un accidente. O se inventan o apañan historias en las batallas políticas de cada día, con tergiversaciones no sólo ideológicas, sino también personales, con caricaturas y estereotipos increíbles.
Pero el problema es muy antiguo. Más de una vez he citado el texto de san Jerónimo que incluía el antiguo Catecismo Romano. Siento mucho que el actual Catecismo de la Iglesia no trate ese aspecto tan importante. El texto de san Pío V, en los nn. 481-82, explicaba que no se debía escuchar la maledicencia: "los que dan oídos a los que hablan mal, o los que siembran discordias entre los amigos, son detractores. / Y no están excluidos del número y de la culpa de semejantes hombres los que, dando oídos a los que deprimen e infaman, no reprenden a los detractores, antes bien con gusto asienten con ellos. Pues como afirman San Jerónimo y San Bernardo, es difícil saber quién es más perjudicial: el que infama o el que oye al infamante; porque no habría quien infamase, si no hubiera quien oyese a los que quitan la fama". El Catecismo continuaba fustigando la triste faena de chismosos y correveidiles.
Curiosamente, en nuestro tiempo, no faltan quienes confirman ese criterio con su continuo recurso a la audiencia, como argumento de validación ética de sus decisiones. Si los programas especializados en jugar con el honor o la intimidad no tuvieran seguidores, ciertamente caerían de las parrillas. Sucede en parte justamente lo contrario. Aunque también se comprueba, especialmente en Estados Unidos, la sensibilidad de las firmas comerciales ante la posible confusión entre su marca y conductas rechazables. Recuérdese el caso reciente de un famosísimo jugador de golf.
De veras, escuchar defectos ajenos, aunque sean verdad, no es nada cristiano.