Para Antonio Fontán se abrió la Puerta Grande, pero no para que por ella saliera sino para facilitarle la entrada
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La muerte de la res sitúa al torero ante un inevitable juicio particular. La Maestranza no consideró que el momento justificara uno de sus legendarios silencios. Muy al contrario, los tendidos rebobinaban embelesados la faena mientras reclamaban con insistencia otra oreja. Antonio qué nombre más torero disimulaba su emoción recurriendo, con el pie en el estribo, al litúrgico sorbo de agua, atento a que alguna furtiva lágrima no acabara en el vaso. Cómo era posible que algo tan bonito pudiera acabarse... El alguacil aguardaba con las orejas y unos nada altruistas cargadores calibraban el modo más expeditivo de servirle de trono.
Antonio, sevillano de Guadalcanal a cuya biblioteca da nombre, catedrático en Granada donde dirigió el Colegio Mayor Albayzín, que le concedería años después la Beca de Honor, ha puesto fin a su tarea. A otro Antonio Bienvenida, que sería del Opus Dei algo más tarde le oí comentar, de tertulia en el Colegio Mayor de San Bartolomé y Santiago, que cuando uno se hace con el toro sueña con que aquello no se acabe nunca. San Josemaría, que se lo oyó decir en el jerezano Pozoalbero, no dejó de aplicarlo al trato con Dios en uno de los coloquios públicos que allí mantuviera hace ya casi treinta años.
Atrás, demostrando que en este caso es el torero el que sabe latín, han quedado las verónicas de «La Actualidad Española», el galleo de «Nuestro Tiempo» e incluso el insólito par de banderillas a algún que otro falangista converso profesional del no. Vinieron luego las tandas de naturales hondos del diario «Madrid», pasándose una y otra vez a la fiera por faja, y los molinetes enlazados en «Nueva Revista», abordando las cuestiones siempre de frente, gracias a su dominio de la circunstancia cultural y política, para acabar con el sereno volapié al arrostrar la hora de la verdad.
No sólo su, por tantos motivos, entrañable amigo Miguel Ángel aludió a su vinculación al Opus Dei. Pocas crónicas dejaron de hacerlo y sin embargo ninguna planteaba la pregunta del millón: ¿fue bético o sevillista? Se ve que consideraba aquel dato más relevante, considerándolo motor de su incansable actividad, con la conciencia de que él lo agradecería como un piropo, satisfecho de dejar una vez más en ridículo la arcaica caricatura: el franquismo lo distinguió convirtiéndolo en una de sus víctimas más sonadas (sin ahorrarse el fragor de la dinamita); asiduo a Estoril, en el Pardo ni estaba ni se le esperaba; su humanismo no rimaba con tecnocracias; nada rígido en sus planteamientos, saboreaba con fruición la amistad con los discrepantes; cristiano viejo, se mostró siempre poco proclive a ambientes clericales... Su faena fue sólo un modo más de santificar lo ordinario, entre tantos otros imaginables.
El madrileño Colegio Mayor Castilla se convirtió en palco de autoridades. No faltaron Sus Majestades para rubricar (la Reina incluso, taurina por un día...) su aprecio por la faena, constatando que en efecto se había ganado el marquesado.
El diestro sabe que abrir la puerta grande es como eternizar virtualmente una tarde de ensueño. Para Antonio Fontán esa eternidad ya se ha hecho real; se abrió en efecto la Puerta Grande, pero no para que por ella saliera sino para facilitarle la entrada, mientras aún se oía como fondo un eco unánime: ¡torero!