Relación del Estado con la Iglesia católica y con las demás religiones
Alfa y Omega
Las religiones minoritarias, supuestamente discriminadas por la presencia católica en el ámbito público, tienen más bien motivos para sentirse amenazadas por el laicismo, y lo constitucional es la laicidad positiva. Así lo explicó en una conferencia, que aquí se resume, don Andrés Ollero, catedrático de la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid)
La justicia no es sino el fruto del ajustamiento entre libertad e igualdad, en el marco de un procedimiento pluralista, y ambas confluyen inevitablemente a la hora de regular la presencia de lo religioso en las sociedades democráticas. El principio de igualdad es particularmente invocado a la hora de denunciar presuntas discriminaciones de las confesiones minoritarias.
Es de general conocimiento que no toda desigualdad implica discriminación, sino sólo aquella que no quepa apoyar en algún fundamento objetivo y razonable. En la medida en que la cooperación [con las distintas religiones] sea como dice la Constitución consiguiente a las creencias que la sociedad española tenga a bien preferir, sus resultados no podrán ser igualitarios.
Bastará por tanto con que la cooperación se lleve a cabo con lo que se ha caracterizado como neutralidad de propósitos, renunciando a favorecer apriorísticamente a una u otra confesión; pero renunciando también a cualquier intento de lograr una neutralidad de efectos e influencias, y aceptando los hechos de la sociología de sentido común. Resulta sorprendente que pueda considerarse fermento de rechazable división a lo que es mera manifestación de libertad.
La regulación española de las demás confesiones ha tendido a desnaturalizarlas. En aras de un obsesivo afán de igualdad, se las ha acabado convirtiendo en forzados remedos de la católica. No ha faltado quien se empeñe en tratar como obispos a quienes cumplen funciones más propias de un sacristán. Eso puede explicar el enigma de que los Acuerdos [con las comunidades evangélica, judía y musulmana], relativos a confesiones de raíz bien dispar, acaben pareciendo clónicos. Todo sea por la igualdad, aunque sufra el pluralismo...
La igualdad entre unas y otras confesiones no parece, sin embargo, ser realmente el problema. A la hora de la verdad, han sido prácticamente nulas las oportunidades ofrecidas al Tribunal Constitucional español para considerar discriminada a alguna de las confesiones minoritarias. Tienen en realidad más motivo para sentirse amenazadas por intentos de imponer planteamientos laicistas, que las marginan a todas por igual, con particular perjuicio de las menos arraigadas, que encuentran así menos espacio de proyección pública.
El problema parece plantearse a propósito de los agnósticos. Tanto el agnosticismo como la creencia en la inexistencia de Dios no serían sino variantes negativas del ejercicio de la libertad religiosa. Lo que no tiene tanto sentido, ni desde luego precedente, es que la defensa de esa dimensión negativa de la libertad se vea acompañada de la reclamación de una cooperación positiva de los poderes públicos. No hay, al menos entre nosotros, noticia de que pueda aceptarse la reivindicación de que quienes se abstienen en los procesos electorales reciban fondos públicos como fruto de su voluntaria marginación.
¿Solución? Condenar a pan y agua
Sería toda una novedad que hubiera asociaciones de abstemios anónimos. No faltan sin embargo los que, preocupados de la perniciosa posibilidad de que los ciudadanos se dividan entre partidarios del Rioja y del Ribera del Duero, o de posibles conflictos entre vegetarianos laxos y los de estricta observancia, descubren la solución neutral por excelencia: condenar a pan y agua al vecindario, implantando metafóricamente la ley seca en lo religioso.
El Tribunal Constitucional no ha dudado en convertir en eje central de su doctrina, en este caso, la laicidad positiva; que, como su mismo nombre indica, no tiene nada que ver con la promoción de dimensiones negativas. Laicidad se opone a clericalismo, fenómeno tan frecuente en lo eclesial como en lo civil. Clerical también es el intento de convertir en religión civil el descreimiento.
José María Contreras Mazario, Director General de Relaciones con las Confesiones, no dejó de reconocer hace años que lo que nuestra Constitución plasma es «una cierta valoración positiva de la realidad social religiosa». Actitud contraria sólo sería explicable en quien esté decimonónicamente convencido de que no cabe conllevar religión y libre desarrollo de la personalidad.
No colabora demasiado a solventar el problema un concepto de laicidad en el que la hipótesis que situaba, en el ámbito público, entre paréntesis la existencia de Dios pretendía remitir a unas exigencias de derecho natural accesibles a la razón. Cuando esas mismas exigencias se convierten en discutidas, pesará sobre ellas una herencia gravosa: la aceptación de una curiosa asimetría de trato entre planteamientos transcendentes e inmanentes.
Mientras los primeros se verían marginados como inhábiles para el diálogo civil; el inmanentismo, disfrazado de neutral, se convertiría en lengua franca sobre la que articular dicho diálogo, eximiendo a sus defensores del esfuerzo de aprendizaje y de adaptación que se impone a los ciudadanos creyentes.