Gaztelueta al día
Benedicto XVI promueve hacer familia, que es invertir en solidaridad. Los primeros cristianos lo hacían a su manera: celebraban la Eucaristía y luego tenían una comida. La liturgia les llevaba al compromiso (en la caridad y en la justicia). Y es que la Eucaristía reclama el amor; el amor y la justicia reclaman, al mismo tiempo, la Eucaristía; desde la Eucaristía, el cristiano se compromete a la vez con Dios y con el mundo. La Eucaristía es, por eso, semilla para hacer familia en el mundo. Veámoslo más despacio.
1. La Eucaristía reclama la coherencia del amor
No podemos compartir ese pan divino cotidiano, si no estamos dispuestos a compartir el pan humano de cada día y, por tanto, trabajar por un orden justo y fraternal en el mundo, atendiendo especialmente a los pobres, a los enfermos, a los más necesitados. Sin el amor, decía Juan Pablo II, el mensaje del Evangelio podría perderse en el mar de las palabras. Según Teresa de Calcuta, la principal razón de la increencia es que, a menudo, los cristianos no somos coherentes. Y san Josemaría Escrivá hablaba de los pobres como del mejor libro espiritual del que aprender, y el motivo principal para la oración y la compasión.
En la encíclica de Benedicto XVI, Deus caritas est, la caridad se pone al mismo nivel que la fe y el culto de los sacramentos; y se recuerda cómo los primeros cristianos tenían todo en común y repartían los bienes según las necesidades. Esto hay que enseñarlo y vivirlo en las familias y desde las familias.
2. El amor y la justicia reclaman al mismo tiempo la Eucaristía
Como también Benedicto XVI ha señalado en su encíclica, para el cristiano resulta incoherente un servicio meramente filantrópico. Es la vida nueva de Cristo desde la Eucaristía la que el cristiano se compromete a extender, con el amor y la justicia, en su propia vida y en la del mundo.
De nuevo leemos en Teresa de Calcuta: «Si no somos capaces de ver a Cristo en el Pan, tampoco lo descubriremos bajo la humilde apariencia de los demacrados cuerpos de los pobres». Y a la vez vuelve a recordar: «Nuestra Eucaristía está incompleta si no nos lleva a servir y amar a los pobres». Podría ser una celebración narcisista y fragmentaria, insuficiente e incluso indigna.
El amor, enseñaba Juan Pablo II, es el único y definitivo criterio por el que deben juzgarse todos los actos de la vida cristiana y eclesial, que dan gloria a Dios precisamente haciendo plena la solidaridad entre los hombres: «A Dios le conocemos escribió Dorothy Day en el acto de partir el pan, y unos a otros nos conocemos en el acto de partir el pan, y ya nunca más estaremos solos». Hacer familia es solidaridad.
3. Dos formas complementarias del compromiso cristiano en el mundo
En primer lugar, las obras de misericordia, corporales y espirituales, que resumen la atención inmediata a los más necesitados, y que la Iglesia ha impulsado desde el principio. En segundo lugar, la transformación efectiva de las estructuras sociales, sirviendo también especialmente a los más necesitados.
Esto debería comenzar en cada familia, donde las personas importan por lo que son, y no por lo que tienen, y desde la familia: porque el cambio más radical en las estructuras sociales es hacer familia de la sociedad. Lograrlo exigiría una masiva inversión en la solidaridad.
Jóvenes de todo el mundo captan esta necesidad cuando se sienten atraídos por el voluntariado. Es un modo de dar y recibir, de ayudar a la madurez de la personalidad, abrir horizontes, preparar cristianos con los que pueden contar la Iglesia y la sociedad. Es un gran medio para superar el escepticismo y el aburrimiento existencial que muchos intentan matar con la bebida o la droga. Como consecuencia lógica de la generosidad de quien se entrega a los demás, cabe esperar que Dios suscite a través del voluntariado buena parte de las vocaciones que necesita la Iglesia.
Sin duda, todo esto reclama aprender y enseñar a ser capaces de abrir el corazón y ofrecer la amistad a todo tipo de personas, más allá del propio grupo social o profesional, cultural o religioso, etc.; y esto no se improvisa. Hay que comenzar por la familia.
La familia es el núcleo y la primera escuela de la solidaridad. En torno al amor de los esposos se edifica la convivencia entre ellos y los hijos, también con los abuelos, como ámbito privilegiado para atender y compartir intereses, alegrías y enfermedades.
También como parte de la familia de Dios, las parroquias y los grupos eclesiales deberían garantizar su inversión desinteresada en la solidaridad. Es decir, crear espacios donde todos, y especialmente los jóvenes, puedan aprender haciendo, creyentes junto con no creyentes, poniendo ese grano de trigo que muere a sí mismo para dar fruto.
Así se promocionaría una cultura del amor y una economía diferente, guiada no por el provecho de unos pocos, sino por las necesidades de todos. Así se mostraría con un rostro renovado la humanidad en nuestra época. Y destacaría cada vez más la autenticidad (y por tanto la credibilidad) del cristianismo. Benedicto XVI está impulsando esta inversión en solidaridad, este hacer familia.
Ramiro Pellitero. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra
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