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Un amigo nos ha felicitado estas fiestas a sus familiares y conocidos con un pequeño relato sobre cosas de las que se hablaron en la cena de Navidad de su empresa. Creo que su valoración da en el clavo de uno de los problemas de nuestra sociedad. Que lo aprovechéis:
En la mesa estábamos ocho: dos creativos de una agencia de publicidad, dos fotógrafos, una maquilladora, dos de mi equipo y yo. Hablamos de muchas cosas interesantes: el mundo de la publicidad y de la fotografía artística, las nuevas tecnologías móviles...
Pero de pronto, no sé muy bien por qué, nos sorprendimos hablando de algo mucho más vital y cercano: las relaciones de pareja, el matrimonio, si casarse o no, los convencionalismos sociales...
Claramente había una tesis dominante: el matrimonio es algo caduco, ya superado. Lo maduro es estar con una persona (y vivir juntos, claro está) sin ningún compromiso. Mientras la relación de pareja sea enriquecedora y no suponga tener que aceptar imposiciones en contra de mis intereses personales, la cosa funciona y va bien.
Ahora, ¿a mí quién me garantiza que el amor a la otra persona va a durar siempre? Siempre es una palabra desterrada del vocabulario social. ¡Ah! Y se añadió que, aunque pareciera mentira, aún quedaban algunas personas radicales e intolerantes, aferradas a viejas tradiciones religiosas, que querían imponer un modelo diferente.
Me di cuenta de que identificaban el matrimonio con una formalidad legal, con una firma, con un pasar por la ventanilla burocrática de la ley para obtener el permiso de tener relaciones sexuales o hijos con honorabilidad social, dentro de la legalidad. Para ellos, los que casan son el juez o el cura, y convertirse en esposos depende de la inscripción en el registro civil y de la fiesta que acompaña a ese acto Legal. La autenticidad del amor no necesita de un papel, comentaban...
Para entender mejor la situación debo decir que tres de los comensales estaban viviendo en pareja sin estar casados; los dos fotógrafos (chico y chica) estaban viviendo juntos y él estaba divorciado; otra se acababa de casar (por la Iglesia) después de haber vivido con su novio durante dos años. Sólo había una persona muy joven que aún no se había planteado nada, y yo, que por un momento me sentí el raro de la reunión.
Ante tal panorama, mi primera reacción fue de pereza infinita, pensando que para exponer mi punto de vista, previamente etiquetado de rancio y claramente contrario al criterio unánime de la concurrencia, debía remontarme a los fundamentos básicos de la antropología. Pero en seguida pensé que no sería honesto conmigo mismo y con los demás si no aprovechase esa oportunidad para mostrar una forma de vivir que yo considero más plena, más bella y más feliz.
Así que dije que no estaba de acuerdo con algunas cosas que se habían dicho, y entré a explicar, quizá con torpeza pero con convicción, en qué consiste el matrimonio natural; que el amor entre un hombre y una mujer tiene por naturaleza dos notas intrínsecas, que son te quiero sólo a ti y para siempre, es decir, la exclusividad y la vocación de perpetuidad.
Lo de menos es la parafernalia exterior del bodorrio y lo importante es el sí sin condiciones que origina un pacto, a partir del cual los amantes pasan a ser esposos. Que había que distinguir el estado de enamoramiento del amor, en el que interviene no sólo el sentimiento sino también la voluntad, la decisión de entregarse a la otra persona y de quererla con sus defectos, aunque se pusiera gordito o con depresión...
Hice lo que pude. Reconozco que algunos me miraban con cara de sorpresa, otros de asombro positivo, pero todos con respeto. En una cultura como la nuestra, donde se aceptan muchas fórmulas sexuales diferentes, en especial la unión temporal de la pareja, hablar del para siempre y de la exclusividad en el amor, puede parecer de otra época.
Por eso me parece fundamental tenerlo claro y entender a fondo las razones de por qué esto es así. Y esto es así no porque lo diga la Iglesia, sino que la Iglesia lo dice porque es así, porque forma parte del ADN humano.
En su libro Los cuatro amores, C.S. Lewis expresa la exclusividad de una forma muy clara. Cuando un hombre y una mujer se enamoran y se reconocen mutuamente en esta situación, queda sobreentendido un pacto. Y es que los sentimientos que tienen el uno por el otro son excluyentes, no se pueden tener hacia nadie más.
En los demás tipos de amor, como en la amistad, la exclusividad no está presente. Más bien al contrario: a una persona normal le alegra que sus amigos sean amigos entre sí. El enamoramiento correspondido crea un pacto y cuando ese pacto se formaliza, cuando los amantes se comprometen a compartir todo, nace una nueva realidad, que es el matrimonio, el hogar.
El amor es entrega. Y la entrega ha de ser radical, sin condiciones, no admite cláusulas de temporalidad, restricciones ni reservas. Porque si hay condiciones a priori (mientras dure...) ya no es un amor pleno. Es un amor de segunda. Sólo el amor exclusivo y para siempre es un amor total, y sólo el amor total llena de verdad a la persona. Es más, el que sea contigo para siempre es la única manera de que resulte contigo pan y cebolla, y aguante los chaparrones que inevitablemente vendrán.
En palabras de un antropólogo amigo mío, prometer, comprometerse, significa incluir el futuro en el amor presente. El sí de los esposos es un compromiso y una expresión de libertad radical, que dota de sentido vocacional la propia vida ¡Casi nada!
¡Ya!, pero ¿y si fracasa? Hay que contar con los fracasos, pero no se debe plantear el matrimonio desde los fracasos, sino desde su triunfo.
Precisamente porque las dificultadas son frecuentes es por lo que se necesita tanto énfasis en el ideal; lo contrario es resignarse a ocupar de entrada el papel de perdedor ¡Es tanto lo que se gana que merece la pena apostar enserio!
Finalmente, la exclusividad y la perpetuidad vienen dadas también por las consecuencias de la unión conyugal, que son los hijos. El amor de los esposos se despliega de modo natural en la familia. Cada persona hemos nacido en un hogar, es decir, en un lugar acogedor, donde nos han recogido y cuidado. Se nos alimenta, se nos educa y se nos trata con cariño porque se nos quiere por nosotros mismos, no por lo que aportamos.
Quien no haya tenido experiencia propia de lo que es una familia que ha cuajado como tal, de una familia que ha llegado a su plenitud, donde el amor es una realidad, no puede hacerse una idea de la calidad de este bien y dé hasta qué punto tiene que ver con la felicidad humana.
Supongo que no será una casualidad que Dios haya dispuesto que su Hijo amado viniera a la Tierra en el seno de una familia muy especial, donde el amor lo llena todo y donde no hay lugar para egoísmos. Es la familia del sí (con mayúscula), modelo a imitar por todos nosotros.Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
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