Cuando la religión se adapta a los tiempos no tarda en adulterarse y corromperse en su sustancia
Revista Misión
Respondiendo a la solicitud de adhesión de más de medio millón de anglicanos, Benedicto XVI ha decidido promulgar una Constitución apostólicas por la que se crean estructuras jurídicas que permiten a los anglicanos que así lo deseen regresar con plena comunión al seno de la Iglesia católica, manteniendo costumbres litúrgicas y culturales propias.
Se trata, sin duda alguna, del acontecimiento ecuménico más relevante desde el Concilio Vaticano II; y también la refutación más evidente de aquellas proclamas algunas ingenuamente bienintencionadas, pero en su mayoría cínicamente perversas que reclamaban a la Iglesia que se adaptara a los tiempos, si no quería verse superada por ellos.
Adaptarse a los tiempos, en el lenguaje taimado de los enemigos de la Iglesia, significa adulterarse, corromperse, renegar del tesoro de la Tradición y mercadear con el Dogma, para satisfacer no sé qué exigencias de modernidad (que son siempre el caballo envenenado o caballo de Troya con que se intenta engatusar a quien se desea rendir).
En otras épocas, tales exigencias de modernidad demandaban el libre examen de la Biblia; y con el libre examen de la Biblia vimos a un hijo repudiando a su padre por haberle hurtado el descubrimiento de tan bello y valioso libro, para acto seguido romperlo en mil pedazos. O bien solicitaban que se aboliese el sacramento de la confesión, sentenciando que Dios no necesitaba intermediarios para perdonarnos; y con la abolición del confesionario vimos a un hijo que tenía que sumergir sus pecados en el lodazal turbio del psicoanálisis, porque ya no tenía a un padre que se los absolviese.
En esta época que pretende encumbrar la sexualidad una sexualidad desencarrilada y putrescente a la categoría de idolatría, las exigencias de modernidad demandaban la ordenación de mujeres o de clérigos que lleven una vida de convivencia homosexual, así como la bendición matrimonial para parejas del mismo sexo.
Los promotores de estas novedades afirmaban socarronamente que su introducción rejuvenecería y traería vitalidad a la Iglesia; lo cual es tanto como afirmar que los gusanos traen vitalidad a un cadáver.
Los anglicanos no han tardado en comprobar los efectos de tales novedades; porque cuando la religión se adapta a los tiempos no tarda en adulterarse y corromperse en su sustancia: lo que era sustancia viva se transforma, en un rápido proceso de putrefacción, en un organismo fiambre, infestado de gusanos.
Y pronto, muchos anglicanos que habían transigido con tales cambios y novedades se descubrieron, como el hijo pródigo de la parábola, comiendo las algarrobas que despreciaron los cerdos; se vieron, en fin, chapoteando en una pocilga, para disfrute de los enemigos de la religión.
Ahora medio millón de anglicanos regresan mohínos a la casa del Padre. Allí les aguarda un recibimiento gozoso y el cordero mejor cebado. Descubrirán que ese cordero ha sido cebado con los mismos alimentos desde hace veinte siglos.
Y Roma, tan antigua y tan joven, superviviente de todas las novedades pasajeras que se desvanecen decrépitas en la noche de los tiempos, podrá decirles, como san Pablo a los corintios: Os entrego lo que recibí.