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La mentira y el error están en desacuerdo con la realidad. Cuando un mundo se construye contra la realidad, ese mundo está abocado a la ruina, y mientras ésta llega va arruinando a los hombres.
Una definición evidente
Debió ser hacia el final de la década de los veinte, cuando un filósofo francés recientemente fallecido, Etienne Gilson, pronunció en la Universidad de Harvard una conferencia dirigida a los postgraduados en Artes y Ciencias. Versó sobre la Ética de los Estudios Superiores, y en el curso de la exposición habló de la honradez intelectual diciendo que no era otra cosa sino «un respeto escrupuloso por la verdad».
Es muy probable que los postgraduados en Ciencias asimilaran más fácilmente que los de Letras esta afirmación. Para los cultivadores de las ciencias de la Naturaleza (físicos, químicos, biólogos, astrónomos, botánicos, etc.) esta definición de la honradez intelectual se les debe aparecer casi como evidente. Dado su modo de trabajar les resulta muy difícil exponer opiniones falsas e infundadas, pues cualquier ligereza en este tipo de ciencias es detectada con rapidez. La realidad del mundo físico, el ser propio de las cosas y las leyes que rigen sus relaciones no se prestan fácilmente a tergiversaciones, ni tampoco a ser objeto de manipulación, dado que su veracidad puede ser comprobada sin grandes dificultades. Así, el fraude intelectual en este campo es poco duradero incluso en las condiciones óptimas (en caso de «doctrina oficial»), y cuando es descubierto suele terminar con el prestigio de quien lo sostuvo por prestar mayor crédito a las ideas inventadas por un hombre que a las pruebas de la experiencia. El conocido fracaso del biólogo soviético Lyssenko es una manifestación de hasta qué punto esto es así.
Las palabras y los hechos
Y hasta parece como si entre los hombres de ciencia este su particular modo de trabajar creara ciertos hábitos favorables a la honradez intelectual. Es significativa a este respecto la respuesta de un científico, Alexander Weissberg, en una situación comprometida y peligrosa. Weissberg era un físico alemán que por convicción ideológica o por su filiación comunista fue a trabajar a la Unión Soviética; detenido en una de las «purgas» de Stalin, en 1937 o 1938, un compañero de celda le instó a que dejara de razonar con conceptos burgueses tales como «verdad» o «mentira», no acabándose de explicar por qué se resistía a afirmar la confesión que le presentaban. Weissberg lo explicó diciendo lacónicamente: «Me he negado, simplemente, a suscribir cualquier palabra que no se corresponda con los hechos».
Supongo que no es tan fácil para los hombres de letras filósofos, historiadores, periodistas, escritores, economistas, sociólogos, etc. este «escrupuloso respeto a la verdad», probablemente porque en este campo la verdad no es comprobable de modo tan evidente como sucede en las ciencias de la Naturaleza. Sería necesario un valor muy grande para escribir que la velocidad de la luz es de 600 km. por hora, porque aun cuando se tolerara sin protesta la publicación de semejante disparate, no parece probable que tal error pudiera generalizarse, y menos todavía influir en la vida de un nombre o de una nación. Por el contrario, no se necesita un valor especial para dar una versión de un acontecimiento (o de un período) en la que un veinte por ciento sean datos seguros y el ochenta restante interpretaciones, comentarios, supuestos, valoraciones y deducciones a partir de los datos y en torno a ellos. Y esto sí que puede influir, y de hecho influye, en la vida de los hombres, y también en la de los pueblos.
¿Abaratar la verdad?
Unos pocos datos pueden no ser todos los datos, y siendo ciertos pueden dar lugar a una visión falsa; la urgencia de dar una noticia antes de que deje de serlo puede llevar a su publicación sin verificarla, o una escueta información se puede comentar o interpretar de tal modo que induzca al lector a formar una idea equivocada. El deseo de vender un producto puede llevar a engañar al público mediante anuncios no del todo verdaderos en lo que afirman; la conveniencia de abaratar un género puede llevar a adulterarlo.
Salvo en algún caso muy especial, difícilmente podrán influir en el trabajo de un hombre de ciencia los intereses del partido a que pertenece, sus ideas políticas, el afán de éxito o de originalidad: ninguno de estos factores puede empañar la pureza de la verdad que resulta de un experimento cien veces repetido y comprobado. Pero todos los factores mencionados, y algunos otros, se infiltran sutilmente en el trabajo del hombre de letras, y en ocasiones desfiguran de tal modo la verdad que resulta una mentira. Los hombres de ciencia escriben menos libros que los hombres de letras, porque sólo escriben lo que saben, lo que está ciertamente averiguado. Pero los hombres de letras escriben lo que opinan y, desgraciadamente, no siempre se molestan en fundar su opinión sobre algún cimiento sólido, lo suficientemente sólido para merecer crédito. Por eso es un error creer que la cultura de un pueblo se mide por el número de títulos que anualmente se editan.
Un mundo real
Hay una notable diferencia entre los que hacen afirmaciones porque tienen argumentos ciertos y aquellos que no tienen otros argumentos que sus propias afirmaciones. Llama la atención ver el cuidado que ponía Tomás de Aquino en examinar las opiniones ajenas para incorporar lo que de verdadero encontrara en ellas, al tiempo que rechazaba con argumentos lo que era falso. Lo mismo hacía Aristóteles, y no en vano ambos han venido siendo ejemplos de honradez intelectual, es decir, de un escrupuloso respeto a la verdad. Pues no es lo mismo exponer lo que después de un paciente trabajo y un examen detenido hemos hallado como cierto, que afirmar sin argumentos, como si fuera una verdad comprobada, lo que tan sólo es una opinión todavía no fundada.
Lo que no es verdadero no es real. La mentira y el error (más aún la primera que el segundo), por estar en desacuerdo con la realidad, con lo que es, acaban provocando daños a la corta o a la larga. Y cuando un mundo se construye contra la realidad, sin tener en cuenta el ser de las cosas, ese mundo está abocado a la ruina, y mientras ésta llega va arruinando a los hombres. Mentiras (o sea, violencia al ser de las cosas) como el divorcio, el aborto, el ateísmo y tantas otras nunca pueden servir para edificar una sociedad, toda vez que edificar sobre una mentira es edificar sobre arena.
El valor que nos falta
Quizá lo que nos falta para ser intelectualmente honrados, para respetar la verdad dondequiera que la encontremos, es tan sólo valor moral. No tener miedo a las consecuencias, no querer convertir la historia, el periódico, las ideas, las estadísticas, la filosofía, en herramientas para edificar tal o cual modelo de sociedad que se piensa va a resolverlo todo. Basta sólo el valor moral (¡si lo tuviéramos...!) que Solzhenitsyn pedía a la juventud de su patria cuando, preguntado por la revista Time en 1974 cómo creía él que podrían ayudarle en su empeño los jóvenes, replicó: «Con acciones físicas no. Tan sólo negándose a mentir, no participando personalmente en la mentira. Que cada uno deje de colaborar con la mentira en todos los sitios donde la vea, le obliguen a decirla, escribirla, citarla o firmarla, o sólo a votarla o leerla». Claro que esto no es una idea nueva: es lo que manda el octavo Mandamiento de la Ley de Dios.
Ceder ante la verdad
Pienso que, teniendo en cuenta que la Universidad tiene como objeto el cultivo y la enseñanza de las ciencias, y que todas las ciencias decía Cicerón «tienen por objeto el hallazgo de la verdad», quizá el mayor servicio que hoy podrían prestar nuestras universidades, ya que la masificación está haciendo prácticamente imposible tanto cultivar las ciencias como enseñarlas, acaso fuera el hacer de sus alumnos hombres intelectualmente honrados. O lo que es lo mismo: hombres que profesaran un tan escrupuloso respeto a la verdad que no se dejaran torcer por ideologías ni por intereses. Y como la verdad hace libre al hombre, acertó E. Gilson cuando a sus oyentes de Harvard les dio este consejo: «estad siempre prestos a ceder ante la verdad, resueltos a adheriros a ella; y ella os ahorrará la pesadumbre de ceder ante cualquier otra persona o cosa».
Federico Suárez Verdaguer (1917-2005) colaborador de Arvo era catedrático de Historia Moderna y Contemporánea, autor de numerosas obras de su especialidad y de espiritualidad.
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