No hay error más desastroso que la creencia de que la fe religiosa se opone a la razón
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No hay error más desastroso que la creencia de que la fe religiosa se opone a la razón. Nada de irracional hay en la entraña de la Navidad ni, en general, en el mensaje cristiano. No es la fiesta sentimentaloide con la que intentan confundirnos: es la fiesta de la fe racional, de la esperanza inteligente, del amor infinito.
De entre todas las religiones, todas ellas respetables expresiones del hambre humana de Absoluto, sólo una expresó la gran verdad: Dios se hace hombre. Eso es lo que millones de cristianos y de hombres de buena voluntad que buscan al Dios único y verdadero (y buscarlo es haberlo encontrado ya) celebramos en Navidad. El logos (razón, palabra) se hizo carne en Belén de Judea y habitó entre nosotros. La razón hecha humanidad. Así, lo que vino al mundo el día de Navidad fue la esperanza. Desde entonces, de nosotros depende que sobreviva en nuestro interior.
Muy bellamente lo expresó Charles Péguy: La fe que amo más, dice Dios, es la esperanza. La caridad no me sorprende. Lo que me admira es la esperanza. Esa pequeña esperanza que parece de nada. Esa niñita esperanza. Inmortal. La Fe es una Esposa fiel. La Caridad es una Madre. Una madre ardiente, toda corazón. La Esperanza es una niñita de nada. Que vino al mundo el día de Navidad. Esa niñita de nada, sola, llevando a las otras, atravesará los mundos. A la esperanza ha dedicado su segunda y magistral encíclica Benedicto XVI, cuyas primeras palabras son de la Carta de san Pablo a los Romanos: en esperanza fuimos salvados. Y Cristo es la esperanza.
Pero, ¿quién fue (es) Cristo? En su libro Jesús de Nazaret, el Papa menciona tres expresiones en las que Jesús oculta y desvela al mismo tiempo el misterio de su propia persona: Hijo del hombre, Hijo, Yo soy. Las tres, profundamente enraizadas en el Antiguo Testamento. También declaró que era el Camino, la Verdad y la Vida, y el Cristo, el hijo de Dios vivo, el Mesías que esperaba el pueblo de Israel, el Salvador del mundo.
Entonces, la persona de Jesús de Nazaret nos sitúa ante una alternativa en la que se juega nuestra propia existencia: o dijo la verdad, o es un farsante o un loco. Pero no existe otra alternativa. Lo único imposible es el Cristo progre. Lo único que no puede ser Jesús es un hombre admirable que predicó un maravilloso mensaje moral de amor y liberación. Lo que no puede ser Cristo es un reformador o revolucionario político y social. No puede ser sólo un gran hombre ni tampoco el fundador de una gran cultura ni de una nueva civilización.
O es Dios, o fue un loco o un farsante. Ahí reside la elección. Y es natural que la más radical verdad no resulte evidente. La convicción de que con Él sucedió algo realmente extraordinario y el testimonio de sus discípulos es un poderoso argumento a favor de la fe. Por otra parte, la sobrehumana grandeza del mensaje testimonia en contra de la hipótesis del loco y del farsante. Pero nadie ha demostrado que lo extraordinario y misterioso sea irracional. No es racional admitir sólo lo que podemos captar a través de los sentidos. Lo racional y lo empírico no se identifican.
Por lo demás, sin Dios no sólo se desvanece el fundamento de nuestra esperanza sino también la posibilidad de comprender el fundamento del mundo. Si Dios no existiera, todo sería absurdo. Más aún, nada sería. No hay más desastroso error que la creencia de que la fe religiosa se opone a la razón. Bastaría acaso para mostrar ese error la comprobación de que la mayoría de las más poderosas inteligencias filosóficas y científicas y de los genios artísticos han creído que Jesús era el Hijo de Dios.
Podemos preguntarnos: ¿Cuál es la relación entre el cristianismo y nuestra civilización occidental? ¿Forma aquél un ingrediente esencial de ésta? En cierto modo, sí, y en otro no. Si Cristo no limitó su obra salvadora a los judíos, tampoco podía limitarla al ámbito de una civilización. Es un mensaje universal. Serán cristianos quienes lo acepten y no lo serán quienes lo rechacen.
La cultura europea y la occidental pueden exhibir grandes logros, precisamente porque acertaron a hacer suyas grandezas ajenas, como la filosofía griega, el derecho romano y la religión cristiana. Somos más testigos y depositarios de esas grandezas que sus autores y creadores. Una vez realizado ese ejercicio de modestia y de verdad, cabe huir de todo acomplejamiento y de todo relativismo. La verdad es patrimonio de todos los hombres. Si Cristo no nació para liberar políticamente a Israel, tampoco lo hizo para fundar una cultura.
En cualquier caso, no existe ninguna inferioridad filosófica en el cristianismo. La malintencionada afirmación de que el cristianismo es un platonismo para el pueblo encierra, sin embargo, cierta verdad. Lo que el platonismo entraña de verdad filosófica accesible sólo a unos pocos, el cristianismo lo hace verdad y vida para todos. Ser como niños no significa volverse necios. Sólo una época ignorante y que camina entre tinieblas, puede pensar que la esperanza es ilusoria y la fe, fruto de la ignorancia y de la superstición y enemiga de la libertad. No puede haber sabiduría más alta y profunda que la cristiana si es verdad que Cristo es el logos eterno que se hizo carne y habitó entre nosotros.