El riguroso atenerse al carácter sagrado de la racionalidad
ABC
EL 12 de septiembre de 2008, en el parisino Palacio del Elíseo, Benedicto XVI evocaba el complejo nudo de las relaciones entre Estado e Iglesia en los inicios del siglo veintiuno.
Recuerdo aquí la literalidad de aquel discurso, en el cual el Papa desarrollaba una concepción de lo laico que le acababa de ser propuesta por el presidente francés: «Ha utilizado usted, señor Presidente, la bella expresión laicidad positiva para calificar esta comprensión más abierta. En este momento histórico en el cual las culturas se entrecruzan cada vez más, estoy profundamente convencido de que una nueva reflexión sobre el verdadero sentido y la importancia de la laicidad se ha hecho necesaria.
Es en efecto fundamental, por una parte, insistir en la distinción entre lo político y lo religioso, con el fin de garantizar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos cuanto la responsabilidad del Estado hacia ellos, y, por otra parte, tomar una consciencia más clara de la función irremplazable de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que ella puede aportar, junto a otras instancias, en la creación de un consenso ético fundamental en la sociedad».
Benedicto XVI retomaba, con ello, la propuesta formulada por Sarkozy, en términos que partían de la separación Iglesia-Estado fijada por la ley francesa del año 1905, como clave mayor de la democracia. Había que poner luz, eso sí, sobre fatales malentendidos.
Es lo que piensa estar abriendo el presidente francés, cuando llama «nuevamente a una laicidad positiva: una laicidad que reúna, que dialogue, y no una laicidad que excluya o denuncie». Y, al asentar ese común principio como por igual saludable para Iglesia y Estado, el Papa asentaba el fundamento doctrinal para algo de importancia excepcional en una Europa cuyos dos fundamentos históricos, cristianismo y racionalidad griega, han entrado, en los dos últimos decenios, en la más honda crisis de su historia.
Fuimos muchos los que desde la distancia sosegada del no creyente vimos en aquel encuentro conceptual que cerraba un largo conflicto abierto por la ley francesa de 1905 la base para la común reflexión frente al embate de una religión de la innegociable irracionalidad autoritaria, como la que cada vez más amenaza extenderse sobre Europa.
No era una aislada anécdota; menos aún, un adorno retórico. Los lectores de ese teólogo excepcional que es Joseph Ratzinger conocen bien la fórmula que, en el año 1959, da origen a su innovadora hipótesis acerca de la inserción del cristianismo en el saber griego: el cristianismo es la Escritura más la razón griega. Si algo tiende un puente entre el aconfesional Estado moderno y el catolicismo, ese algo es el riguroso atenerse al carácter sagrado de la racionalidad.
En septiembre de 2006 y en Ratisbona, la hipótesis teórica de cincuenta años antes tomaba el énfasis de una urgencia histórica: «La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios». Y, en ella, la certeza de que no hay más línea de continuidad del cristianismo que aquella que remite al mundo heleno, el cual incorpora la Escritura a través de la traducción al griego de los Setenta.
No hay hoy más que un adversario religioso a la autonomía democrática de lo político: el Islam. Frente a una religión que deslegitima cualquier forma laica de Estado, católicos y no creyentes tienen un envite común: la laicidad; o sea, la democracia. Frente al rigor del planteamiento en aquel París de 2008, esta rebatiña española de ahora tiene el regusto acerbo de lo anacrónico.