De comuniones y de leyes del aborto
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La historia registra en el josefinismo un burdo intento de intromisión del poder civil en los asuntos de la Iglesia. Según esta doctrina , que lleva el nombre del emperador austriaco José II (1765-1790), la Iglesia debía estar sometida al Estado, siendo el emperador la única autoridad con potestad para regular casi cualquier aspecto de la vida religiosa de los ciudadanos.
Este emperador dio normas detalladas sobre aspectos tan minuciosos como el número de velas que debían encenderse en las Misas o el orden en que debían circular los clérigos en las procesiones. Se comprende que este monarca haya pasado a la historia con el pseudónimo de rey sacristán, o que sus enemigos le motejaran como el Sacristán Mayor del Imperio.
Cualquiera diría que esta doctrina había quedado enterrada en los libros de historia hace más de dos siglos. Sin embargo, en pleno siglo XXI estamos asistiendo a un extraño repunte de josefinismo.
En efecto, desde hace varios meses estamos viendo en nuestro país un agrio debate sobre la ley de ampliación del aborto. Últimamente ha intervenido Mons. Martínez Camino, recordando que los diputados que voten a favor de la anunciada ley se hallan en situación de pecado público, y que en consecuencia se les debe negar la comunión, o que la doctrina que considera el aborto como intrínsecamente inmoral es definitiva y su negación tiene sanciones en la Iglesia.
Pienso que a nadie le debería llamar la atención que un obispo recuerde las normas sobre la administración de un sacramento o qué doctrinas son heréticas. Lo sorprendente es la reacción de ciertos políticos.
Se ha hablado de intromisión impropia de las funciones de la jerarquía eclesiástica que no debe atreverse a hablar de las materias que deben ser objeto de regulación legislativa, se dice que la Iglesia ejerce una presión que no es oportuna y que no hace ningún bien, se advierte a Martínez Camino que debe respetar la decisión soberana del Parlamento, que no va a estar conformado por las propuestas de este obispo.
Por estas palabras parecería que el Congreso de los Diputados regulará el derecho de los fieles a recibir la comunión eucarística. Incluso se ha llegado al insulto, afirmando que Mons. Martínez Camino tiene un problema, no de salud, pero sí de cordura, o llamando a todos los obispos llanamente soberbios, avariciosos, codiciosos, envidiosos y lujuriosos.
Cómo disfrutaría el emperador José II si se levantara de su tumba. Vería el espectáculo de que los políticos quieren decirle a los obispos lo que deben predicar, que las Cortes quieren regular cuándo se puede comulgar y cuándo debe denegar la comunión el sacerdote y que ahora son los partidos los que quieren definir las doctrinas que son heréticas.
No, los políticos no tienen nada que decir sobre el derecho de los fieles a recibir la comunión. Es la Iglesia quien da las normas al respecto. En junio de 2004 la Santa Sede recordó que si un político vota a favor de una ley permisiva del aborto el párroco debe reunirse con él y advertirle que no debe presentarse a la Sagrada Comunión hasta que termine con la situación objetiva de pecado, y advirtiéndole que de otra manera se le negará la Eucaristía (Carta Dignidad para recibir la Sagrada Comunión. Principios Generales, n. 5).
También los católicos sabemos que Juan Pablo II, revestido de la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, declaró que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral (Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, n. 58).
La Vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, lleva un año anunciando la reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa para garantizar la laicidad del Estado. Pero para que esta anunciada ley no sea un fraude, debería evitar que desde instancias ajenas se entrometan en los asuntos de la Iglesia. Mientras tanto, se echa de menos que los poderes públicos garanticen la libertad de expresión de los Obispos en las mismas condiciones que cualquier otro ciudadano, lo cual incluye que no sean insultados.