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Muchas veces, por falta de formación, y un mal entendido diálogo, algunos se han preguntado: ¿no sería mejor que la Iglesia cediera un poco en algunas cosas que tanto parece costarle y que unirían y tan bien nos vendrían a todos?
Cristo ha fundado una sola Iglesia su Iglesia sobre Pedro y está avalada con su protección e indefectibilidad ante persecuciones, divisiones y obstáculos de cualquier género que puedan surgir a lo largo de la historia. Esta iglesia, constituida y ordenada como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él, aunque pueden encontrarse fuera de ella muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica[1].
La Iglesia no puede ceder en cuestiones de fe ni de moral. No es verdad que las disensiones se solucionen cediendo. La verdad es una y la experiencia corrobora que nada se soluciona cediendo en lo que es de Dios; entre otras cosas, porque le excede. La Iglesia sirve a la humanidad siendo fiel a su Fundador que es Cristo.
Lo henos palpado en las iglesias protestantes, los anglicanos, etc. Muchas de estas iglesias optaron por la laxitud en muchas cuestiones morales en la ola de la cresta del debate y nada han solucionado; es más, se han dividido entre ellas al aceptar aspectos que la Iglesia católica no admite.
El Evangelio fascina por la belleza deslumbradora de la verdad que propone. Cercenar para unir es afear y oscurecer lo divino. Como afirma Aguiló: Esas soluciones no han hecho más atractivo el Evangelio, ni han hecho más fácil ser cristiano, ni les han mantenido más unidos. Tener claro esto es importante para no equivocar el diagnóstico de lo que sucede.
Es frecuente el desenfoque de la unión de los cristianos cuando los temas a debate se centran en el celibato opcional de los sacerdotes, la ordenación sacerdotal y episcopal de mujeres, el matrimonio de divorciados o de gays, el uso de preservativos y aspectos de este jaez.
Hay que reconocer la capacidad de inventar que tiene el amor. La creatividad alcanza cumbres insospechadas cuando se vuela con las alas del amor como sucede con la Iglesia católica. ¡Es esto tan propio de las madres! Encuentran soluciones para todo con tal de unir a los hermanos que se enzarzan en rencillas, a veces sin demasiado fuste, pero que se ven acrecentadas por el orgullo, con peligro de fosilizar y dificultar durante mucho tiempo la reconciliación a cristalizar. Es el triste resultado del milenio pasado.
En ocasiones los equilibrios que tienen que hacer estas madres son más que circenses, porque la verdad es sólo una. No se puede ceder. Dos y dos son siempre cuatro en base decimal y no se puede, ni por un instante, afirmar que sean cinco. Mantener la unidad en la verdad exige amor, paciencia y buscar el acercamiento de los hermanos valorando las verdaderas virtudes que tienen todos ellos así como reconociendo que también todos tienen defectos que corregir.
Por eso había que purificar la memoria en la Iglesia. Cuando Juan Pablo II pidió perdón en nombre de la Iglesia por los errores que habían cometido algunos de sus hijos, muchos protestaron al Santo Padre. No deja de ser Santa y sin mancha la Iglesia de Cristo porque algunos de sus hijos la ensuciemos con nuestra conducta. ¿Para qué instituyó el Señor la Confesión, el Sacramento de la Reconciliación? ¿Para qué recibimos la Eucaristía sino para fortalecernos y mantenernos en la verdad que Cristo nos propone en su Iglesia?
Esta actitud ecuménica ha encontrado en el Papa actual un eco maravilloso. Benedicto XVI decía que: Lo más urgente era la purificación de la memoria tantas veces recordada por Juan Pablo II, la única que puede disponer los espíritus para acoger la verdad plena de Cristo[2]. Un milenio de separación y tras el Concilio Vaticano II, con el impulso de los últimos Papas, los frutos más hermosos de esa labor comienzan a llegar.
Los teólogos ahondan en los documentos conciliares que abren amplios senderos para las formulaciones canónicas que permitan la unión acercándose a la Iglesia católica. Ahí está la clave, y sería una pena que el pueblo fiel se quedara en la superficie sin abordar las cuestiones que a ellos les compete según su saber y entender siempre fiel a la Iglesia: por ejemplo, qué podríamos hacer, como cristianos, para explicar nuestra fe al ochenta por ciento de la humanidad que espera aún el anuncio del Evangelio; qué podríamos hacer para contribuir más a resolver los grandes retos morales que tiene la sociedad de hoy; o qué podríamos hacer para aliviar el sufrimiento que produce en tantos hombres su alejamiento de Dios y de la verdad.
La solución no está en aguar el catolicismo. Siempre y en todas partes, el Evangelio será un desafío para la debilidad humana, y en ese desafío está toda su fuerza. A pesar de todas las flaquezas de los hombres, la Iglesia debe continuar incansable en su tarea.
La oración, la mansedumbre, la caridad, el cariño paciente de estar a la escucha, de interesarse de verdad por las angustias y penas de los anglicanos tradicionales, de los ortodoxos, etc., ha llevado a la Iglesia a abrir posibilidades canónicas que en el marco de las Constituciones que emanó el Concilio Vaticano II ahora se van perfilando según las necesidades peculiares de la Iglesia sin perder de vista que la verdad es una. No hay que afirmar que dos y dos son cinco porque sería falso pero sí evitar el sofisma de que es la pieza clave para ponernos de acuerdo todos.
Es muy halagüeño ver que el amor encuentra caminos o los inventa para unir. Aquellas palabras de San Juan en su tercera epístola en nada me alegro tanto como en ver que mis hijos caminan por buen camino es una gozosa realidad cada vez mayor.
Pedro Beteta. Doctor en Teología y Bioquímica
Notas al pie:
[1] Cf. Lumen gentium, 8
[2] Al final de la misa en la capilla Sixtina, 20-IV-2005, 5
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